Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Juan 20,19-23
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en eso entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos».
Celebramos la Solemnidad de Pentecostés con la que concluye el tiempo pascual. Una fiesta grande, la fiesta del Espíritu Santo. Muy buena ocasión para preguntarnos: ¿Quién es el Espíritu Santo? ¿Qué nos enseña la fe de la Iglesia sobre Él? Y también: ¿Quién es Él para mí? ¿Qué papel juega en mi vida como cristiano?
Una bella figura, muy antigua, quizá pueda iluminarnos. Así como una carabela en el mar se mueve por el impulso del viento sobre sus velas desplegadas, de igual manera la Iglesia, y cada uno de sus miembros —nosotros— avanzamos en la vida cristiana por el soplo del Espíritu Santo. Todo lo que podamos hacer desde nuestra libre cooperación es como ese “desplegar las velas”. Es el Espíritu quien nos impulsa en la vida cristiana, quien nos enseña en el interior la Verdad, quien nos señala y nos alienta por el camino, quien nos lanza a la misión y nos guía hacia el horizonte infinito de la comunión en el Amor. Es Él también quien nos permite tener una memoria viva en la Iglesia, de manera que, como María, podamos meditar, profundizar, guardar las cosas de Dios en el corazón.
Todos los domingos profesamos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo». En algunos países se tiene la costumbre de usar el llamado “credo largo” que explicita más la identidad de la tercera Persona de la Trinidad: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas».
El Espíritu Santo es Dios. Una frase tan sencilla y tan profunda. El Espíritu, al igual que el Padre y el Hijo, está en el origen y la meta de nuestra existencia. Él es el vivificador. En el relato de la creación del mundo leemos que «el espíritu (o soplo) de Dios aleteaba sobre las aguas» (ver Gen1,2). Y más adelante vemos que Dios, al crear al hombre, le insufla su alientopara hacerlo un ser viviente(ver Gen 2,7). Un texto del profeta Ezequiel es muy hermoso en este sentido. Nos dice que el Señor nos dará «un corazón nuevo» en vez de nuestro corazón de piedra, y que infundirá en nosotros «un espíritu nuevo»; el Señor infundirá en nosotros su espíritu(ver Ez36,26-27). Son algunas imágenes, entre muchas otras, que nos van diciendo algo de quién es el Espíritu a través de sus obras.
En la vida de Jesús, la presencia y acción del Espíritu Santo se hace más clara y explícita. Él está presente en todo momento, actuando junto con el Padre y el Hijo la obra de nuestra reconciliación. El Espíritu acompaña a Jesús desde el inicio, cuando María concibe y da a luz al Hijo de Dios por obra suya. En algunos momentos su presencia se hace evidente, como por ejemplo en el Bautismo del Señor, donde desciende sobre Él en forma de paloma (ver Mt3,16). Y es el mismo Jesús quien manifiesta progresivamente la verdad sobre el Espíritu Santo, llegando a decir a sus apóstoles: «Yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito, para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad» (Jn14,16-17). Ese envío del Espíritu Santo prometido por Cristo se realiza definitiva y visiblemente en Pentecostés, cuando el Paráclito desciende en forma de lenguas de fuego impulsando a los discípulos de Jesús a la misión apostólica.
Estas reflexiones naturalmente nos llevan a la segunda interrogante: ¿Qué papel juega el Espíritu Santo en mi vida? ¿Quién es Él para mí? Tal vez lo primero sea tomar consciencia de que en nuestro Bautismo y luego en nuestra Confirmación, hemos recibido el don de la vida en Cristo por el Espíritu Santo. Él realmente nos ha vivificado y “habita en nosotros”. Al igual que el Padre y el Hijo, es una Persona con la que nos podemos relacionar en la oración. Es más, es Él quien —si cabe la expresión— nos permite rezar pues, como dice San Pablo, «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables»(Rom8,26).
Él nos da la fuerza para vivir en Cristo, para avanzar en la vida cristiana. El Espíritu es el principio de nuestra vida interior. Cada vez que rezamos, es Él quien nos inspira y fortalece (ver Rom8,14-15). Es Él, en fin, quien nos une en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y quien nos alienta y guía en el apostolado. ¡Cuánto, pues, tiene que ver nuestra vida en Cristo con el Espíritu Santo! Tenemos mucho por aprender y ahondar en la reflexión y la oración. Conociéndolo mejor, podremos amarlo más y abrir nuestras mentes y corazones a su acción en nuestra vida.
En compañía de María, junto a toda la Iglesia, implorémosle en esta su fiesta: ¡Ven Espíritu Santo! ¡Sana nuestras heridas! ¡Ilumina y fortalece nuestros corazones! ¡Aviva en nosotros el fuego del amor divino!