Por Kenneth Pierce
Como bautizados estamos llamados a hacer de toda nuestra vida un acto de gloria a Dios. Es lo que nos pide el Apóstol Pablo: «sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios» (1Cor 10,31). Vivir este horizonte no es, sin embargo, una tarea fácil. Se necesita, entre otras cosas, un hábito muy fuerte de presencia de Dios y de apertura a su gracia, lo cual resulta a veces complicado en un mundo como el nuestro que ofrece tantas distracciones.
San Juan utilizaba una imagen muy hermosa: la de la vid y los sarmientos. Si los sarmientos no están conectados a la vid, recibiendo el sustento, pronto los frutos desaparecerían. En nuestra vida cotidiana un modo privilegiado de recibir los “nutrientes” necesarios para la vida espiritual es la atención a los momentos “fuertes” de oración.
Los momentos “fuertes” de oración son ocasiones en que dedicamos un esfuerzo y atención particular al diálogo y encuentro con Dios. Pueden ser, por ejemplo, asistir a misa, meditar con la Biblia, rezar frente al Santísimo, o dialogar con Dios en algún momento de nuestro día. Es fundamental que tengamos estos momentos fuertes, pues ellos nutrirán el resto de las actividades en que no podemos estar tan concentrados en nuestra relación con Dios.
No se trata de entendernos como un automóvil que necesita cada cierto tiempo rellenar el tanque de combustible. En realidad, necesitamos siempre la gracia de Dios y estar en contacto con El. Quizás se asemeje más la imagen de aquellos trenes que tienen motores eléctricos y necesitan estar en constante contacto con su fuente de energía. Más hermosa y perfecta aún, sin embargo, es la imagen que utiliza San Juan de la vid y los sarmientos que comentábamos al inicio de esta reflexión.
Nuestro encuentro con Dios a lo largo del día depende mucho de la solidez de estos momentos fuertes de oración. A la vez el que durante el día nos esforcemos en lo que hacemos, viviendo en apertura y docilidad al Plan de Dios, poniendo en sus manos las actividades cotidianas –incluso las más sencillas– nos ayudará a que esos momentos fuertes sean cada vez más intensos. Como se puede ver, los momentos fuertes de oración y el resto de las actividades de nuestro día se complementan mutuamente, se exigen uno al otro, y ambos van logrando que, en docilidad a la gracia de Dios, vayamos haciendo de nuestra vida una oración constante.