corpus

Te adoramos con devoción, Señor

Por Ignacio Blanco

Evangelio según San Marcos 14,12-16.22-26

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?». Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad, encontrarán un hombre que lleva un cántaro de agua; síganlo y, en la casa en que entre, díganle al dueño: “El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?”. Él les mostrará en el piso de arriba una sala grande y bien alfombrada. Prepárennos allí la cena». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomen, esto es mi cuerpo». Y, tomando en sus manos una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Les aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios». Después de cantar los salmos, salieron para el monte de los Olivos.

El s. XIII vio nacer en la cristiandad la fiesta del Corpus Christi que celebramos este Domingo. No es que antes no hubiera devoción a la Eucaristía pues la hubo desde el principio mismo de la vida de la Iglesia, como lo atestiguan los Hechos de los apóstoles que nos cuentan que los discípulos de Jesús «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch2,42). Una serie de circunstancias históricas y eclesiales fueron el marco para que luego de un proceso de maduración el Papa Urbano IV instituyese esta fiesta en el año 1264. Desde entonces paulatinamente se fue difundiendo por todo el mundo cristiano. Por cierto, fue con ocasión de esta fiesta que el Papa encargó a Santo Tomás de Aquino la elaboración de los textos del oficio litúrgico y la Misa, algunos de los cuales alimentan nuestra devoción eucarística hasta hoy. Pensemos, por ejemplo, en himnos como el Adoro te devoteo el Pange lingua, cuya última estrofa, conocida como Tantum ergo,se canta en la reserva luego de la Exposición del Santísimo.

Es interesante notar que la celebración de esta festividad ha tenido desde sus inicios fervientes y públicas manifestaciones como, por ejemplo, la procesión del Santísimo por las calles de las ciudades. De hecho, en el origen de la institución de la fiesta del Corpus Christihubo una procesión de un pueblo llamado Bolzano a otro llamado Orvieto (Italia), en la que se trasladaron las reliquias del milagro eucarístico ocurrido en el primero. Dependiendo de la idiosincrasia y las costumbres de pueblos y naciones, las expresiones en la plaza pública de la fe en la Eucaristía han cobrado diversos tintes y colores y son un enriquecimiento para la vida de la Iglesia toda.

Esto nos habla de un asunto muy importante: la fe no es un asunto meramente privado, destinado a estar encerrado en la sacristía de las iglesias o aislado en la interioridad de las personas. La fe en Jesús, como lo vemos en el Evangelio, transforma la vida y por tanto genera un dinamismo evangelizador que busca irradiar —como la luz— e iluminar toda nuestra realidad. ¿No nos dijo Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida»? (Jn 8,12-13). Cuando el Señor Jesús, realmente presente en su Cuerpo y Sangre, se hace públicamente presente en nuestras ciudades, por ejemplo en la procesión del Corpus Christique se realiza en muchos países, nos recuerda que Él es el Señor y que si queremos que nuestra vida (personal y social) se construya sobre cimientos sólidos que aguanten remezones y dificultades no podemos olvidarnos de Él. Si lo hacemos, estaremos construyendo sobre arena.

Para que las expresiones públicas de nuestra fe en la sociedad sean cada vez más auténticas y apostólicas, deben ir acompañadas —y en cierto sentido también surgir— de la transformación del propio corazón. Jesús se acerca a cada uno de nosotros en la Eucaristía y nos dice: déjame ser parte de tu vida y alimentarte (ver Ap3,20). Tienes hambre y Yo soy el alimento para saciarte (ver Jn 6,54-55). Hay miles que mueren de hambre y sed y no me conocen: denles de comer; hay muchos que padecen y sufren: consuélenlos. Como discípulos del Maestro, ¿no somos todos invitados a participar de este don? ¿No hemos recibido también esta responsabilidad? ¡Ciertamente! El Papa Francisco, en este sentido, decía que participando de la Eucaristía somos transformados por Cristo y «sin mérito nuestro, con sincera humildad, podremos llevar a los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos que van en busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano que socorre a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu; seremos su corazón que ama a los necesitados de reconciliación, de misericordia y de comprensión».

El alimento corporal, una vez ingerido, es procesado y asimilado por nuestro organismo necesitado de nutrientes. Muy distinto es el caso cuando hablamos de alimentarnos de Jesús, el Pan de la Vida. Cuando nos acercamos a comulgar y recibimos al mismo Señor, nosotros somos “asimilados” por Él y somos hechos partícipes de su vida misma. No nos disolvemos en Él, sino que por el contrario al entrar en comunión con Él, al vernos configurados con Jesús, nos encontramos a nosotros mismos con mayor autenticidad. Es parte del misterio de amor que es la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Jesús. A ese punto nos ama Dios. Nos toca estar eternamente agradecidos con Él por tanto amor, visitarlo y adorarlo en el Santísimo. Y, ciertamente, acercarnos con la debida preparación a recibirlo en la Eucaristía para poder alimentarnos interiormente, unirnos a Él como lo está la vid con el sarmiento (ver Jn15,1-8), vivir intensamente en Él la comunión entre nosotros, y compartir esta alegría con todo el mundo, especialmente con los que más lo necesitan.

 

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