Por Kenneth Pierce
Para el cristiano la vivencia de la virtud no se puede quedar en una mera búsqueda de la excelencia. Puede haber virtud sin santidad, pero no puede haber santidad sin virtud. La virtud que buscamos es aquella que se orienta hacia la santidad.
Por eso la virtud que anhelamos, y la que precisamente nos propone el Apóstol San Pedro en su segunda carta (2Pe 1,5) tiene un fundamento: la fe. Lo que distingue la virtud que queremos, la excelencia por la cual nos esforzamos, es que está construida sobre la fe en Dios. Hoy se habla mucho de “excelencia” y eso tiene muchos aspectos buenos. Pero si esa excelencia no implica también una vida de fe, nos quedaremos con una excelencia que nos puede conseguir una cierta satisfacción y quizás el aplauso del mundo, pero no una vida plena y santa.
Un ingeniero, cuando quiere construir un edificio, necesita primero excavar y colocar los fundamentos. Existe, de hecho, una relación estrecha entre la altura del edificio y la profundidad de los cimientos. A mayor altura, más sólidos y profundos deben ser los cimientos. Con los árboles sucede algo similar. Los árboles altísimos que nos impresionan tienen bajo el suelo raíces hondas y fuertes que los sostienen.
Sin estos fundamentos tanto edificios como árboles se vendrían abajo. De igual modo si no tenemos una fe sólida nuestra vida también poco a poco perderá sentido. Podremos ser excelentes en muchas cosas, pero no en aquello que nos interesa y que vale la pena: la santidad. Nuestra virtud, entonces, perderá el mejor sentido que puede tener, que es la de hacernos semejantes al Señor Jesús.
Se trata entonces de construir sobre la fe, y nuestra primera meta debe ser tener una fe sólida. De hecho, San Pedro nos pide tener una fe como la de los Apóstoles (2Pe 1,1) que creyeron firmemente en el Señor Jesús y centraron su vida en Él. Mientras más profunda sea nuestra fe más alto podremos construir una vida de santidad, hasta alcanzar el cielo.