Por Kenneth Pierce
La palabra piedad tiene en nuestro vocabulario diversas acepciones. Una de las primeras ideas que nos viene a la mente es relacionar piedad con una disposición al rezar. Esta connotación supone en relación a la vida de oración una conducta externa, y a veces incluso, sensible y emotiva. También usamos piedad en el lenguaje cotidiano con el sentido de lástima, misericordia, e incluso compasión.
Esto nos lleva a una primera reflexión: la piedad no solo se relaciona con la vida de oración, sino que en un sentido, alcanza muchos aspectos de nuestra vida. San Pablo decía: «Ejercítate en la piedad. Los ejercicios corporales sirven para poco; en cambio la piedad es provechosa para todo, pues tiene la promesa de la vida, de la presente y de la futura» (1Tim 4,7-8).
Es esto quizás lo que muchas veces no entendemos. Identificamos piedad con algo externo, que incluso nos puede parecer hipócrita, o la entendemos solo como misericordia o lástima, y la confundimos con debilidad.
Qué lejos esta visión de lo que nos propone San Pedro en su escalera espiritual. La piedad era, de hecho, una de las virtudes más importantes en el mundo antiguo, tanto para los griegos como luego con el cristianismo. ¿Qué la hacía tan importante? La persona piadosa era aquella que, a partir de una centralidad de Dios en su vida, sabía dotar de una mirada reverente toda su realidad. Eso la hacía de un gran virtuosismo y rectitud en el actuar, pues nutría toda su existencia de un profundo amor a Dios.
La verdadera piedad es lo más lejano a la hipocresía o a la debilidad. Es, más bien, virtud llena de autenticidad, pues nos ayuda a vivir en lo cotidiano centrados en el amor a Dios, y por amor a El, acercarnos con devoción y reverencia en primer lugar a todas las cosas santas que nos rodean, y por extensión, a todas las realidades que deben estar relacionadas con Dios.