the-transfiguration-of-christ-141783-wallpaper (1)

¿Qué nos enseña la Transfiguración de Jesús?

Por Ignacio Blanco

Evangelio según san Mateo 17,1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo». Al oírlo, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no teman». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No cuenten a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

¿Cuál habrá sido la experiencia interior del Apóstol Pedro ante la transfiguración de Jesús que lo llevó a proponerle hacer tres carpas? «Señor, ¡qué bien se está aquí!», le dice entusiasmado. Ver el rostro de Jesús —ese mismo Jesús al que venían acompañando por los caminos de Galilea, con quien comían y compartían tantos momentos cotidianos— resplandecer como el sol, verlo conversando con Elías y Moisés, debe haber suscitado muchos y muy profundos movimientos interiores en los tres apóstoles allí presentes. Por un lado, quizá veían una confirmación “sensible” de lo que venían escuchando de la predicación de Jesús: era realmente el Mesías. Por otro lado, el diálogo con Moisés y Elías —representantes de la Ley y los Profetas, por llamarlos de alguna manera— ponía a Jesús en el corazón de la religiosidad judía. Se manifestaba así una continuidad con su religión y sus tradiciones. Seguramente todo ello dio una cierta seguridad a los discípulos. No olvidemos que lo habían dejado todo para seguir a Jesús. Experiencias como esta de alguna manera reafirmaban su convicción.

Junto con ello, la exclamación «Señor, ¡qué bien se está aquí!» puede expresar esa experiencia tan humana de saber que se está en el lugar adecuado, con la mejor compañía. Ello es fuente de alegría, de plenitud, de ese cúmulo de sentimientos que nos puede hacer decir: “quisiera que esto nunca acabe”. Claro, eso lo puede producir también alguna sustancia menos celestial, un momento de euforia. Pero en el caso de los tres apóstoles no se trata de eso. Ellos son hechos partícipes de un momento único que resuena de tal manera en sus corazones que, quizá más allá de lo que pudieran comprender, les hace experimentar ese calor interior, pleno, profundo, sereno, que conecta —si cabe la expresión— con el anhelo del corazón humano por vivir así, en comunión. Pedro, pues, no quería que eso termine. Debió ser algo hermoso.

Sobre esa experiencia se sobrepone, casi inmediatamente, una manifestación sobrenatural —la nube luminosa con su sombra y una voz que habló desde la nube— que suscita otra reacción, igualmente potente pero de naturaleza distinta: se llenaron de espanto. Un miedo terrible se apoderó de ellos, al punto que los hizo caer por tierra. ¿Qué sucedió? Pasaron de una alegría y plenitud que hizo añorar a Pedro la eternidad al pavor descontrolado que los hizo caer por tierra. Evidentemente no esperaban una manifestación así. Pero además, para un judío de la época, debe haber sido algo tremendo, una experiencia profunda del temor de Dios. ¡Presenciar una manifestación divina, escuchar la voz de Yahvé! El caer a tierra seguramente también fue una expresión de su hondo temor reverencial y quizá de un sentimiento de indignidad radical ante su Dios y Señor.

Dos reacciones, casi concurrentes, ante la experiencia de lo sobrenatural. ¿Qué podemos aprender de ello? Quizá lo primero sea que el “contacto” con lo sagrado y sobrenatural no puede sernos indiferentes. “Pero, dirá alguno, ¿qué contacto tengo yo con lo sobrenatural? A mí no me habla nadie desde una nube luminosa ni nada por el estilo.” Pues más del que podríamos pensar. Basta con considerar que todo sacramento es una irrupción de lo sobrenatural en nuestra vida. La Liturgia de la Iglesia es una puerta al Cielo, nuestra puerta al Cielo, a través de la cual el eterno comparte nuestro tiempo. Y como cima de ello, la Eucaristía en la que se hace realmente presente Jesús, el mismo que se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan. ¿Entendemos esto? Seguramente no todo. Y ello nos debe llevar a pedir la gracia para profundizar en la experiencia de temor de Dios, en esa cierta indignidad por ser invitados a participar de algo tan grandioso, en la reverencia ante lo sagrado, en la alegría interior que también nos hace exclamar: Señor, quisiera que este momento de comunión dure para siempre.

Pedro, Santiago y Juan vieron resplandecer el rostro del Jesús de “todos los días”; nosotros vemos convertirse un pedazo de pan y un poco de vino en el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios. No sucede nada espectacular. Sólo los ojos de la fe nos permiten ver el milagro que allí se realiza. ¿Cómo no estremecernos, como no caer rostro en tierra ante eso? Y a veces hasta arrodillarnos para el momento de la consagración nos causa malestar.

Nuestro principal enemigo en este sentido es la rutina. Estamos tan acostumbrados como cristianos a ir a Misa, a confesarnos (si lo hacemos), a ir a un bautizo o matrimonio, que hemos perdido o se ha entumecido nuestro sentido de lo sagrado. Escuchamos leer el Evangelio, y sabe Dios en qué estamos pensando, cuando allí, en ese momento, se realizan las palabras que salieron de la nube luminosa: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo». ¡Escuchémoslo pues!

Recuperar, revitalizar, renovar el sentido de lo sagrado en nuestra vida. Es algo muy concreto que podemos sacar como enseñanza del Evangelio de la Transfiguración este Domingo. Para ello Jesús también se acerca a nosotros, nos toca y nos dice: no teman. Es un camino que no tenemos que recorrer solos (no podríamos además). Él nos acompaña, nos sostiene y nos enseña, siempre.

Comentarios

Comentarios

Comparte esta publicación

Share on facebook
Share on twitter
Share on linkedin
Share on pinterest
Share on print
Share on email