Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Mateo 21,33-43
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchen otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar para hacer el vino, construyó la casa del guardián, la arrendó a unos viñadores y se fue de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los viñadores, para recoger los frutos que le correspondían. Pero los viñadores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, en mayor número que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los viñadores, al ver al hijo, se dijeron: “Éste es el heredero: lo matamos y nos quedamos con su herencia”. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y, ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores?». Le contestaron: «Hará morir sin compasión a esos malvados y arrendará la viña a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo». Y Jesús les dice: «¿No han leído nunca en la Escritura:
“La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho:
ha sido un milagro patente?”.Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que produzca sus frutos».
“¿Por qué el Señor, Todopoderoso, no interviene y me ayuda con este problema?”; “¿Por qué ha permitido que me pase esto”?; “¿Qué hemos hecho para merecer esto?”. Estas u otras preguntas semejantes pueden haber encontrado lugar en nuestro corazón frente a hechos que no comprendemos, tal vez muy dolorosos, tal vez inexplicables. Así, en el secreto de nuestra intimidad o abiertamente, de manera velada o con manifiesta rebeldía, cuántas veces nos hemos quejado de Dios o con Dios. Razones pueden no faltarnos para poner a Dios “en el banquillo”. Y tal vez nuestras razones sean (o nos parezcan) contundentes.
Frente a nuestros alegatos y quejas, el Señor, con inmensa ternura y paciencia, nos reitera: «Por favor, sean jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?» (Is 5,2). Esa pregunta se abre paso en medio de nuestras razones y nos invita a considerar —con una mirada de fe y desde el realismo de la esperanza— todo lo que el Señor ha hecho y hace por nosotros. ¿Qué más puede hacer por nosotros que ya no lo haya hecho? Dejemos resonar esa pregunta en nuestras mentes y corazones.
La parábola que el Señor Jesús propone a los sumos sacerdotes y a los ancianos precisamente viene a ejemplificar el extremo (al menos a nuestros ojos) al que ha llegado Dios con su Pueblo. El dueño de la viña hizo todo para que ésta produjese buenos frutos: la cuidó, la cercó, construyó una casa. Y cuando llegó el tiempo de la cosecha envió a sus criados para recoger los frutos. Los viñadores mataron a un criado, apalearon al otro y apedrearon al otro. ¿Qué hizo el dueño de la viña? Envío más criados pero los viñadores, contumaces, hicieron lo mismo. Finalmente, envía a su propio hijo con la esperanza de que lo respetarán y entrarán en razón. Los viñadores van aún más lejos y matan al hijo del dueño con la perversa intención de quedarse con la viña.
¿Qué más puede hacer Dios por nosotros que no lo haya hecho ya? Cuando miramos a Cristo, el Hijo Eterno del Padre, clavado en la Cruz la respuesta a esta pregunta cobra un sentido definitivo. Él ya lo hizo todo. Mirando al crucificado, ¿hay lugar para nuestras quejas y preguntas? Ciertamente no. Lo que no significa que nuestras interrogantes necesariamente se van a responder como lo esperamos o que entenderemos lo que ahora nos parece inexplicable.
El Señor nos invita, mirando su Cruz, a adentrarnos en un horizonte mayor que si bien podemos no comprender no significa que no exista. Ese horizonte es lo que los santos llaman la sabiduría de la Cruz. «La sabiduría de la Cruz es luz que ilumina el sentido de la existencia humana», decía San Juan Pablo II. Al respecto, San Agustín utiliza una figura muy sugestiva: «El árbol donde estaban fijos los miembros del moribundo, fue la cátedra desde la cual enseñó el Maestro». ¡Tenemos mucho por aprender!
Constantemente el Señor está enviando a sus “criados” y a su propio Hijo para ayudarnos a producir los frutos que espera de la viña. ¿Qué frutos son esos? El fruto «es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2074). De ahí proviene todo lo demás. Si vivimos en Cristo crecerá en nosotros «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5,22-23).
Ciertamente, Señor, has hecho todo por nosotros. Tennos paciencia y piedad porque somos duros de corazón y lentos para comprender la sabiduría de tu Cruz.