Por Kenneth Pierce
“No hay excusas para perder la alegría interior”. Puede parecer una frase ingenua, sobre todo en mundo lleno de tristezas y sufrimientos. El cristiano, sin embargo, tiene por la fe una mirada distinta de las cosas.
Cuando entramos a una habitación oscura somos incapaces de ver qué hay en la habitación. Nuestros ojos poco a poco se van acostumbrando a la penumbra y empezarán a distinguir algunos objetos. Abrimos entonces una cortina, una ventana, y la luz del sol inunda la habitación. Lo que antes aparecía con contornos indefinidos ahora lo vemos en sus dimensiones exactas, y caemos en la cuenta de que en la habitación habían muchas otras cosas que ni siquiera habíamos sospechado.
La mirada de la fe nos permite ver y comprender muchas cosas que sin ella seríamos incapaces de siquiera soñarlas. Nos permite, particularmente, experimentar la confianza en el amor de Dios por nosotros, que nunca falla. Esa confianza nos ayuda a salir al encuentro de las dificultades y seguir luchando y avanzando, sin perder firmeza en nuestros compromisos.
La mirada de la fe, que nutre la hypomone –una paciencia esperanzada–, nos invita además a desarrollar aquella característica tan propia de la vida cristiana que es la alegría. La vida nunca está exenta de situaciones dolorosas o difíciles, pero para quien cree en Dios y tiene viva conciencia de las promesas y dones divinos, no hay razón para no experimentar una alegría interior.
Todo esto nos ayuda a tener ánimo en medio de las tribulaciones y adversidades, e incluso a aprovechar las fragilidades y pruebas para remontarlas con confianza en las promesas divinas y poniendo los medios, y así crecer hacia la santidad.
No se trata en ningún momento de tener una mirada ingenua o escapista. Por el contrario, la hypomoné nos lleva a ser realistas, a iluminar la realidad desde la fe y la esperanza en las promesas del Señor. Así no hay lugar para el temor, ni excusa para la flaqueza, sino motivos reales para seguir firmes en la lucha por la santidad.