Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Mateo 23,1-12
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Hagan y cumplan lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos hacen fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos ni siquiera a moverlos con un dedo. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame maestros. Ustedes, en cambio, no se dejen llamar “maestro”, porque uno solo es su Maestro, y todos ustedes son hermanos. En la tierra a nadie llamen “padre”, porque uno solo es el Padre de ustedes, el del Cielo. No se dejen llamar “consejeros”, porque uno solo es su Consejero, Cristo. El primero entre ustedes sea servidor de los demás. El que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».
La actitud que señala Jesús en el Evangelio de este Domingo se puede caracterizar con una palabra: hipocresía. No en vano el versículo siguiente a aquel con el que termina este pasaje recoge una dura sentencia de Jesús para con los fariseos: «Ay de ustedes escribas y fariseos hipócritas». Un hipócrita es alguien que finge, que aparenta, dice cosas que realmente no experimenta con autenticidad y mucho menos ratifica con su vida. La etimología de la palabra ilumina. En su origen griego designaba a los actores de teatro. Personajes ficticios, creados con una intención.
Para este momento, quizá ya cruzaron por nuestra mente varias personas a las que les podría venir muy bien escuchar las palabras que Jesús dice sobre los escribas y fariseos. Y quizá sea cierto que lo necesiten. Sin embargo, antes de descargar nuestro dedo acusador sobre otros mirémonos a nosotros mismos. A nadie le gusta que lo tilden de hipócrita o de incoherente. Nos cuesta reconocer que en alguna medida lo somos. Y quizá por eso nuestra primera reacción al leer un pasaje como el de Mateo sea pensar en otros que “encajan” mejor en el perfil de escribas y fariseos. Quizá sea así, repito. Pero nuestro primer paso como discípulos de Jesús es pedir la luz del Espíritu para escuchar sus palabras, acogerlas, escudriñar nuestro corazón, nuestros pensamientos y conductas a la luz de la Verdad que Él nos manifiesta, y convertirnos más a Él. Y si estamos pensando en el vecino, difícilmente lo podremos hacer con autenticidad.
Ilumina contrastar las conductas que Jesús señala en los escribas y fariseos con las recomendaciones que nos hace. De los fariseos dice que no hacen lo que dicen; que exigen a otros lo que no están dispuestos a hacer ellos; que buscan el reconocimiento y la alabanza. A sus discípulos nos recomienda: no creernos las alabanzas, los “títulos” sino remitirnos siempre a Aquel que es la fuente de todo; ser servidores de los demás; vivir la humildad. Quizá una de las grandes diferencias entre ambas listas sea que la persona que vive según las primeras está muy centrado en sí mismo; las segundas, en cambio, hablan de alguien que ha reconocido el lugar que le corresponde, que sabe dónde está su centro y vive y se relaciona según eso.
Seguramente nos pasaremos buena parte de nuestra vida procurando dejar actitudes como las tres señaladas a los fariseos y escribas y vivir más según el servicio y la humildad. Lo importante es que cada día, puestos en manos del Señor, avancemos un pasito más. Y así será, con idas y venidas. Los malos hábitos tratarán de llevarnos por el camino de aparentar «ser más justos de lo que somos: es el camino de la hipocresía» (Papa Francisco). Pero la luz de la Verdad, nuestro deseo de conversión, la ayuda de los demás, nos pondrán de nuevo en el camino de la autenticidad, el servicio y la humildad.
En las últimas palabras del pasaje Jesús nos da una clave: antes que engrandecernos, humillémonos. No tengamos miedo de reconocer nuestra fragilidad, caídas, pequeñeces, pecados. Así, aunque parezca que no hacemos nada, estamos contribuyendo a poner los fundamentos para que Él nos haga grandes, con esa grandeza que alegró el corazón de nuestra Madre María.