getsemani

Meditación de Viernes Santo

Hoy es viernes santo. Es el día en el que conmemoramos la pasión y muerte de Jesús. Es un día en el que se experimenta como en pocos la fuerza tremenda del misterio; en el que se siente la arrolladora potencia del mal, y en el que se muestra el extremo del amor de Dios, que carga sobre sí nuestro pecado y muere por amor, y  muriendo da muerte a nuestra muerte y nos eleva a la vida verdadera. La celebración litúrgica del viernes santo comienza en silencio. No hay canto inicial. Nos hay flores. No hay mantel en el altar. Es el silencio reverente que busca hacerse eco de la admiración desconcertada de cielo y tierra ante Dios hombre que muere en la Cruz. Hoy es un día para entrar en nosotros mismos y estremecernos ante el Cuerpo llagado de amores que por nosotros se ha entregado hasta derramar su última gota de sangre.

Hoy es un día en el que se percibe con fuerza la lucha, el combate. Reflexionemos en el pasaje de Getsemaní, escenario de la agonía de Jesús.

«Y entrando en combate, oraba más intensamente» (Lc 22,43). Para comprender mejor el alcance de estas palabras que el Señor Jesús pronuncia en Getsemaní es necesario abundar un poco en el contexto. El texto se refiere al pasaje que conocemos comúnmente como la agonía de Getsemaní.

Los evangelios sinópticos traen distintas versiones. Matices, enriquecimiento que permite una mayor comprensión de la experiencia. Tomaremos como base el texto de Lucas, de donde está tomada la frase de Jesús que anima esta reflexión. El pasaje dice:

Saliendo, se fue, según costumbre, al monte de los Olivos, y le siguieron también sus discípulos. Llegado allí, díjoles: Orad para que no entréis en tentación. Se apartó de ellos como un tiro de piedra, y, puesto de rodillas, oraba, diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. ” Se le apareció un ángel del cielo, que le confortaba. Lleno de angustia, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra.

Sobre la base de este texto, busquemos aproximarnos, aunque sea un poco, a la experiencia de Jesús en esa noche de lucha, angustia, oración y amor. Para ello vamos a hacer cinco reflexiones:

En primer lugar, hay que destacar que el Señor Jesús se ha preparado y ha preparado a sus discípulos durante todo su ministerio para ese momento. Las constantes referencias a su Hora —recordemos las Bodas de Caná (Jn 2,1-11)—; o al bautismo que tendrá que padecer. En Lucas leemos: «Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,50). En San Marcos: «Jesús les dijo: “No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber? ¿Y ser bautizados en el bautismo en que yo he de ser bautizado?”» (Mc 10,38). Jesús ha tenido muy presente en su consciencia la gravedad del momento que se avecinaba. Y el Señor no evade, no se corre; asume su misión y pleno de amor es obediente al Plan del Padre. «Me encuentro profundamente turbado; pero ¿qué puedo decir? ¿Diré al Padre que me libre de lo que en esta hora va a venir sobre mí? ¡Pero si precisamente he venido para aceptarlo! Padre, glorifica tu nombre. Entonces se oyó una voz del cielo: Ya lo he glorificado y volveré a glorificarlo» (Jn12,27-28).

En segundo lugar, notemos un hecho muy relevante. El ser humano por más que comparta el ser como base de su existir, constituye una unidad singular e irreductible, una unicidad. Hay un fondo en el que uno mismo es. Y si bien esa realidad está abierta al encuentro con otros, la experiencia más honda de la propia mismidad, de la propia identidad, se “vive” en la soledad del propio corazón, abierta a las dimensiones más profundas desde donde se ve remitido a la trascendencia. El Señor nos muestra también que si bien esa experiencia fundamental del hombre se hace solo, en soledad y silencio, el ser humano requiere de la compañía de otros, especialmente de aquellos con los que establece vínculos profundos. Los once apóstoles, como un marco más amplio; y luego Pedro, Juan y Santiago como un círculo de humana calidez, de compañía más cercana para acompañarlo en su dolor, en su sufrimiento, en la experiencia de impotencia, de agonía y oración. El corazón de Jesús en ese momento crucial muestra sus grandes amores: al Padre en el Espíritu, su ser más íntimo y profundo; a los hombres por cuya salvación ha venido al mundo; y, ciertamente, en un discreto silencio, pero a no dudarlo presente como se verá en su testamento en la Cruz, a María de Nazaret, la Virgen Madre que desde su nacimiento lo acompaña íntimamente unida a sus misterios de amor. 

En tercer lugar, ante los testimonios que hablan tan claro y fuerte de la agudeza de la experiencia de angustia, terror, tristeza de Jesús, es legítimo hacerse una pregunta: ¿de dónde brota esa experiencia? ¿El Señor Jesús le tiene miedo a la muerte? ¿Está así de angustiado, por el sufrimiento al que va a ser sometido? ¿O hay algo más? ¿Cuántas cosas cargan el alma de Jesús en esos momentos para hacerlo sudar sangre?

Pensemos, por ejemplo, en el dolor por la traición de Judas; también en la conciencia del abandono e incomprensión de sus discípulos más cercanos;
El temor natural ante la muerte y el sufrimiento. Pero hay más. Getsemaní es una ventana que en algo nos permite atisbar la hondura del dolor y del sufrimiento del Hijo de Dios, y en esa medida, poder comprender algo más la grandeza de su amor por nosotros.

El Papa Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret nos invita a considerar esta realidad. Dice el Papa: «Precisamente porque es el Hijo, ve con extrema claridad toda la marea sucia del mal, todo el poder de la mentira y la soberbia, toda la astucia y la atrocidad del mal, que se enmascara de vida pero que está continuamente al servicio de la destrucción del ser, de la desfiguración y la aniquilación de la vida. Precisamente porque es el Hijo, siente profundamente el horror, toda la suciedad y la perfidia que  debe beber en aquel “cáliz” destinado a Él: todo el poder del pecado y de la muerte. Todo esto lo debe acoger dentro de sí, para que en Él quede superado y privado de poder».

En cuarto lugar, la oración de Jesús que venimos considerando, nos abre a las honduras insondables de la relación del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. La vida entera de Jesús es oración. Diversos momentos decisivos en su vida y misión están acompañados por la oración: su bautismo; la transfiguración; la revivificación de Lázaro; la preparación para la Pasión; Getsemaní; la Cruz. Por otro lado, tantas jornadas de apostolado y evangelización al final de las cuales, narran los evangelios, Jesús se retiraba sólo a orar. Toda la existencia del Señor manifiesta una relación íntima con su Padre y el Espíritu. La vida del Señor Jesús manifiesta una dinámica de comunión que está cimentada en la relación íntima con su Padre en el Espíritu Santo.

En quinto lugar, qué misterio entrañan esas palabras centrales en la oración de Jesús a su Padre: «Padre, si quieres aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Estas palabras del Señor no son solamente un ejemplo que seguir, una lección moral que manifiesta la grandeza de espíritu de Jesús que se sobrepone al sufrimiento, a la angustia y enfrenta la muerte con heroísmo. Son palabras que se van a realizar de modo pleno en la Cruz y que contienen algo esencial de nuestra Salvación. El Señor Jesús es Dios y hombre verdadero. Esta realidad misteriosa se deja entrever en esas palabras de la oración de Jesús. Como hombre verdadero, Jesús tiene una voluntad humana, una libertad humana. Tiene todo lo que corresponde a la naturaleza humana. Jesús, hombre verdadero, experimenta el impulso de la naturaleza humana que se estremece frente al cáliz que tiene que beber. Como hemos dicho, no sólo es el miedo a la muerte o la reacción natural de rechazo que la muerte suscita en la naturaleza humana; es mucho más. Y Jesús padece en su naturaleza ese estremecimiento que lo lleva a la angustia extrema. Esta experiencia tremenda lo lleva a pedir a su Padre: si quieres líbrame de este cáliz. Pero Jesús, hombre verdadero, tiene su naturaleza humana unificada por el amor. Y por ello puede decir: pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Estamos frente al núcleo de la acción redentora y salvífica del Señor Jesús. Él había dicho: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado»; «he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado»; «ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? Padre, ¡líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre».

Desde ese combate interior, desde esa experiencia tan honda y desgarradora es que Jesús «oraba más intensamente»; intensísimamente, si cabe la expresión. Esta perspectiva nos permite comprender un poco mejor el profundo sentido de esas palabras de la Carta a los hebreos que traen ecos claros de la oración de Jesús en Getsemaní:

Cristo «dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. 8 Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. 9 De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,7-9).

Aplicación a nuestra vida:

Cuántas enseñanzas para nuestra vida cristiana podemos encontrar en Getsemaní. Proponemos algunas.

  • La oración es vital. No podemos vivir sin oración. Es al espíritu como el aire a los pulmones. La oración es una relación viviente y personal con Dios y es camino de comunión y de salvación. La relación con Dios es algo que se va cultivando y va generando una vida interior cada vez más rica.
  • Necesitamos aprender a rezar. Aprender cómo rezar; conocer cada vez más a Aquel que es con quien nos relacionamos en la oración.
  • Necesitamos aprender a ser agradecidos con Dios que entregó a su propio Hijo a la muerte de cruz para salvarnos. Mirar a Jesús crucificado nos debe llenar el corazón de gratitud y amor a Él.
  • La oración implica un combate. El Catecismo lo plantea claramente: «La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo».

El Señor Jesús con su ejemplo nos enseña que vivir esa plenitud de relación íntima con Dios implica caminar por sus senderos, cumplir su Plan: «no todo el que dice Señor, Señor entra en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre Celestial». La oración se hace vida. Jesús nos dice: «todo aquel que escuche mis palabras y las ponga por obra será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca». La relación con Dios, que se forja en la oración, se debe traducir en hechos concretos en nuestra vida.

Viendo a Jesús rezar, como discípulos le pedimos a nuestro Maestro: enséñanos a orar. Viendo al Señor orar en Getsemaní, viéndolo rezar clavado en la cruz, viéndolo amar hasta el extremo, viéndolo dar su vida por nosotros, acerquémonos a Él y de rodillas supliquémosle:

“Jesús, enséñanos a rezar; envía tu Espíritu sobre nosotros, que encienda nuestro interior, que nos envuelva y suscite nuestra plegaria; Jesús, queremos ser tus discípulos, queremos seguirte, configúranos contigo. Jesús, enséñanos a rezar y a amar”.

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