Por Kenneth Pierce
Sobre una fe sólida se puede construir una vida virtuosa. Sobre la base de la fe San Pedro nos propone la virtud como el primer paso de su escalera espiritual. La virtud implica tener “señorío de uno mismo”, es decir, dominio de nuestro interior. Sabemos que hemos sido creados a “imagen y semejanza” de Dios, y ser señor de uno mismo nos debe llevar a vivir según quienes somos. Sin embargo muchas veces no vivimos así. Por el contrario, cuántas veces hacemos cosas que nos apartan del camino que Dios, que nos conoce mejor que nadie, traza para nuestra felicidad.
Pensémoslo a partir de un ejemplo. En 1978, en una de las pocas catequesis que pudo ofrecer durante su corto pontificado, el Papa Juan Pablo I se imaginó el caso de una persona que fue a comprar un automóvil. El vendedor, explicó el Papa, le hizo notar algunas cosas: «Mire que el coche posee condiciones excelentes, trátelo bien: ¿sabe?, gasolina súper en el depósito, y para el motor, aceite del fino». El comprador, sin embargo, le respondió: «No; para que sepa le diré que de la gasolina no soporto ni el olor, ni tampoco del aceite; en el depósito pondré champagne que me gusta tanto, y el motor lo untaré de mermelada». La respuesta del vendedor no se dejó esperar: «Haga Ud. como le parezca, pero no venga a lamentarse si termina con el coche en un barranco».
Para muchos la actitud del comprador puede resultar absurda. Sin embargo, podemos reconocernos en ella porque también nosotros tantas veces utilizamos mal lo que Dios nos ha dado, y no vivimos según quienes somos.
El cuidado que uno debe tener consigo mismo no es un tema ajeno a nuestro tiempo. Por el contrario, ha cobrado una gran actualidad. El concepto “calidad de vida”, hoy tan difundido, está relacionado. Quizás hemos pasado del célebre adagio latino “mente sana en cuerpo sano”, que implicaba en última instancia un bienestar integral, a un culto de lo corporal que puede resultar finalmente insano, pues olvida o relega otras dimensiones del ser humano. En todo caso, no faltarían ejemplos en nuestra sociedad actual para expresar el poco cuidado y reverencia que tienen las personas consigo mismas. Problemas como el stress o el activismo, la obesidad en algunos países, e incluso aquello que solemos considerar como “defectos de personalidad” –quizás la ira o la impaciencia- en el fondo evidencian que algo no anda bien con nosotros.
No todo, sin embargo, se resuelve en lo exterior. En lo interior las personas también experimentan, con mayor o menor conciencia, contradicciones y luchas. La ansiedad, la tristeza, el miedo, la soledad, también muy frecuentes en nuestros días, son síntoma de situaciones interiores que no van de la mano con lo que el ser humano debería vivir. Detrás de muchas de ellas está el pecado y la falta de reconciliación.
¿Qué tiene que ver esto con la virtud? Recordemos que la virtud implica señorío de uno mismo. El pecado, sin embargo, ha dañado nuestro interior. ¿Cómo podemos tener dominio sobre algo que está quebrado? El dueño del automóvil que no sigue las instrucciones del fabricante quiebra algunas piezas y la máquina deja de funcionar como debería. Algo similar ocurre con nosotros cuando el pecado crea ruptura en nuestro interior. Dejamos de vivir según el designio de Dios con consecuencias que pueden ser muy graves. Es necesaria, entonces, la reconciliación para volver a encontrar la armonía y que todo funcione según fuimos creados por Dios.
Colaborando con la gracia que Dios nos da, sin la cual no es posible la reconciliación, recuperemos el orden interior y la virtud para disponernos a avanzar rápidamente por el camino de la santidad.