Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Mateo 18,15-20
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, llámale la atención a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o como un publicano. Les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el Cielo. Les aseguro, además, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del Cielo. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
Cipriano de Cartago, un santo obispo del s. III, decía en relación a las palabras de Jesús sobre la oración de dos o más que se ponen de acuerdo para pedir algo: «Con esto nos quiere enseñar [el Señor] que no es el número más o menos grande de los que oran, sino su unanimidad lo que hace que obtengan el mayor número de gracias». El comentario es muy sugerente. La unidad de los creyentes, que se ponen de acuerdo para pedir algo, mueve el corazón del Padre del Cielo quien —nos asegura Jesús— concederá lo que se le pide. La unidad de los creyentes en la oración tiene —si cabe la expresión— un “poder” enorme. ¿Por qué?
Reunirse, ponerse de acuerdo para rezar por una intención, es mucho más que un acto formal o externo. Es manifestación de algo mucho más profundo. Implica la comunión en la fe; implica que esa(s) persona(s) con la(s) que me reúno a pedir por algo tiene(n) algo “en común” conmigo que toca las fibras más hondas del corazón. Haber sido hechos partícipes en nuestro Bautismo de la muerte de Cristo y de su Resurrección ha creado entre nosotros un lazo de unidad que San Pablo trata de explicar haciendo una analogía con la figura del cuerpo: somos todos miembros de un solo Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual Cristo es la Cabeza: «Así como el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así también Cristo. Porque todos nosotros hemos sido bautizados también en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo» (1Cor 12,12-13). Esa unidad es manifestación de la unidad en el Amor que es Dios mismo. De ahí viene, en última instancia, el poder de la unidad.
Es interesante aproximarnos desde esta perspectiva a la primera parte del Evangelio. El Señor Jesús nos ofrece como un “modo de proceder” cuando nos encontramos frente a una persona que peca. En todos los “pasos” con los que se busca corregirle —hablarle a solas; hablarle en presencia de otras dos personas; hacerlo en presencia de toda la comunidad— se descubre un hilo de caridad que busca siempre el bien del hermano, su salvación. Lo decía San Agustín a su manera: «Debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de corregir; si no lo hacen así, se hacen peores que el que peca».
La corrección a una hermana o hermano, ¿no busca también preservar la unidad del cuerpo? Cuando uno peca genera una ruptura. Nuestro pecado afecta la unidad del cuerpo, incluso cuando es un pecado del que “nadie se entera” como puede ser el consentimiento del odio en el corazón que nunca se verbaliza. Con mayor razón si nuestro pecado afecta visiblemente la unidad del cuerpo, como por ejemplo cuando llevados por la ira nos peleamos con alguien, cuando mentimos o calumniamos a otra persona, cuando robamos y privamos a otro de un bien, cuando cosificamos a otra persona buscando el placer egoístamente.
Todo pecado quiebra la unidad. La corrección al hermano, motivada y nutrida de caridad, busca justamente eso: contribuir a restablecer la unidad. En primer lugar, la de su propio corazón. Para ello, como nos enseña nuestra fe, el Señor Jesús nos ha dejado el maravilloso don de la confesión sacramental que restaura la comunión con Dios, con uno mismo y con el Cuerpo de Cristo. Si por el contrario, nuestra corrección se alimenta de cualquier intención impura, alejada de la caridad, lejos de ayudar al hermano y de contribuir a restaurar la unidad introducirá la ruptura en nuestro propio corazón y la acrecentará en el cuerpo. San Pablo es muy claro: «La caridad no obra el mal al prójimo. La caridad por tanto es la plenitud de la ley» (Rom 13,10).
¡Cuánto necesitamos vivir el Evangelio! Con qué facilidad podemos caer en el juicio fácil, en la ligereza de opinión, en la falta de caridad. Cuántas veces nos apartamos del camino delineado por Jesús en el Evangelio y dañamos la unidad del Cuerpo de Cristo. La Palabra de Dios nos recuerda que Él es el centro, que Él nos reúne, nos purifica, y nos une. Su Palabra es fuerte e inequívoca: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». ¿Está el Señor en medio de nosotros? Si descubrimos que estamos juntos (aunque seamos muchos) pero nos falta Cristo entonces tenemos que corregir el rumbo. Si Jesús está en medio de nosotros, entonces nuestra oración será escuchada y nuestra unidad inquebrantable.