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La tentación

por Ignacio Blanco

Evangelio según San Mateo 4,1-11

En aquel tiempo, Jesús, fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Pero Él le contestó, diciendo: «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en la par­te más alta del templo y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “En­cargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». Jesús le dijo: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”». Después el diablo lo llevó a una montaña altísima y, mostrán­dole los reinos del mundo y su gloria, le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adora­rás y a Él solo darás culto”». Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le ser­vían.

La tentación es parte del combate espiritual de todo discípulo de Jesús. Ser tentado quiere decir sufrir la insinuación del enemigo que nos propone el camino del mal para apartarnos de la senda del bien. Por ello es bueno recordar que experimentar una tentación no significa haber caído en ella. La presencia de una tentación no es más que eso: un obstáculo que, con la ayuda de Dios y la poderosa intercesión de María, podemos superar. Incomodarse o asustarse por la presencia de tentaciones en nuestra vida espiritual sería un tanto iluso. Es algo que viene con el territorio al ser discípulo de Jesús. El asunto está en saber rechazar la tentación y no caer en ella. Eso es, precisamente, lo que Cristo nos enseña con su ejemplo en este primer Domingo de Cuaresma.

El Evangelio de Mateo narra que Jesús, guiado por el Espíritu, se internó en el desierto. Este lugar en la Escritura suele estar asociado a la prueba y también a la presencia del maligno. El Señor sabe a dónde va y a qué va. Y se prepara para ello: ayuna y reza. Es decir, se dispone de la mejor manera. Esto nos deja una primera gran enseñanza: ser dóciles al Espíritu, a sus caminos, y saber disponer nuestra mente y corazón para estar preparados. Esta disposición interior adecuada es algo que debemos procurar siempre en la vida cristiana. El mismo Jesús nos lo enseña: «vigilen y oren para no caer en tentación» (Mt 26,41). Es algo que debemos cultivar en todo momento pues la lucha espiritual no tiene pausas. El enemigo no descansa, tampoco podemos hacerlo nosotros. Esta perspectiva, lejos de hacernos desfallecer, nos lleva a confiar más en Dios que en nuestras propias fuerzas; a ser muy conscientes de que existe el demonio, de que es nuestro enemigo y busca apartarnos del camino del bien; a conocer nuestras fortalezas y debilidades; a ser prudentes y a no exponernos negligentemente a las ocasiones en las que podríamos ser presa fácil del tentador.

Ante las malintencionadas propuestas del diablo, Jesús nos enseña que con la tentación no se dialoga. La mayor ventaja de nuestro enemigo es hacernos entrar en su terreno. Para ello muchas veces nos presenta el mal “con apariencia de bien”, de manera que consideremos su “propuesta” como algo atractivo y realizable. Ahí está el truco. En él cayeron Adán y Eva y sabemos lo que sucedió. El Señor, en cambio, es radical en el rechazo y pone al descubierto la mentira. «Las respuestas que da Jesús al tentador desenmascaran las intenciones esenciales del “padre de la mentira” (Jn 8, 44), que trata de servirse, de modo perverso, de las palabras de la Escritura para alcanzar sus objetivos. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la misma palabra de Dios, aplicada correctamente» (San Juan Pablo II). Ante la mentira, la verdad; ante la oscuridad, la luz; ante la ilusión, la realidad que nos revela la Palabra de Dios. Ese es el camino que nos enseña Jesús para salir victoriosos de la tentación.

Hablar, pues, de combate espiritual, de lucha, de tentación, nos lleva a poner en primer plano el arma más importante que tenemos: la oración. ¡Cuán fácilmente perdemos de vista la eficacia y el poder de la oración! ¿Dónde encontraremos la fuerza? ¿De dónde vendrá la luz y la verdad que nos permitan vencer a la tentación? Del encuentro con Dios, de esa relación personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Si estamos con Él, no tenemos nada que temer; apartados de Él, no podemos hacer nada. Y no olvidemos que en este combate nos acompaña siempre con su intercesión y protección maternal nuestra Madre María, Auxilio de los cristianos. ¡Qué seguridad y confianza avanzar de la mano de la Virgen Inmaculada! Ella, porque participa de los frutos de la victoria de su Hijo, ha pisado la cabeza de la serpiente y está pronta a defendernos de las asechanzas del maligno.

En su mensaje para la Cuaresma de este año, el Papa Francisco nos ha recordado que debemos dejarnos reconciliar con Dios y que en ese camino «la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene». Es, pues, un tiempo especialmente propicio para intensificar nuestro combate espiritual, que necesita una constante renovación. Reconocer que somos frágiles y pecadores, arrepentirnos y pedir perdón por todo lo que hemos hecho mal, renovar nuestras buenas intenciones y poner toda nuestra confianza en el Señor Jesús que venció al Maligno, son algunos pasos que nos ponen en el camino del bien. En este sentido, nos recuerda San León Magno que «no hay obras virtuosas sin la prueba de las tentaciones; no hay fe sin contrastes; no hay lucha sin enemigo; no hay victoria sin combate. Nuestra vida transcurre entre asechanzas y luchas. Si no queremos ser engañados, debemos estar vigilantes; si queremos vencer, debemos combatir».

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