Por Kenneth Pierce
En una sociedad muy apegada a las apariencias la humildad pasa a nuestro lado como una gran desconocida. Olvidarla nos vuelve anónimos, incluso desconocidos entre quienes nos son cercanos. Vivirla, por el contrario, es camino de encuentro con otras personas, sobre todo con aquellas que más queremos.
Acostumbrados a juzgar por lo exterior muchas veces somos incapaces de reconocer lo realmente valioso de quienes están a nuestro lado. La soberbia, la vanidad, el egoísmo –vicios contrarios a la humildad– nos dificultan conocernos y conocer a los demás, porque nos limitan a lo superficial, a lo que no es tan valioso, a lo que nos puede llevar a una impresión equivocada del otro.
Reflexionábamos la semana pasada acerca de la humildad y su relacion con la verdad. Humildad es andar en verdad y es un camino para ser más auténticos. Es, a la vez –y no debemos olvidarlo– camino seguro para conocer mejor a los demás. La humildad va de la mano con una aceptación de nuestros dones y fragilidades, y nos lleva precisamente a una aceptación de los dones y fragilidades de los demás.
Es una experiencia en cierto sentido común que, a veces, aspectos de las personas que nos son más cercanas nos puedan incomodar o molestar. Nos cuesta aceptarlas tal como son porque vemos solo lo exterior, y nos olvidamos que, al igual que nosotros, tienen grandezas y fragilidades. A veces, incluso, descubrimos que el defecto que tanto nos exaspera y criticamos nos aqueja también a nosotros.
La humildad ilumina nuestra vida con la luz del Señor Jesús, y en la aceptación sincera de nosotros, aprendemos a aceptar y valorar a los demás. Nos vuelve más comprensivos con quienes nos rodean, más dispuestos a entender al prójimo. La humildad nos lleva al encuentro sincero con aquellas personas más cercanas, y es senda de auténtica libertad y amor.