Por Kenneth Pierce
La humildad, que es andar en verdad, es también camino de libertad. Nos permite ser objetivos en cuanto a nuestras capacidades y realistas en nuestras aspiraciones. No significa esto que debemos ser poco ambiciosos en nuestros ideales. Lo decimos porque muchas veces una falsa humildad nos lleva a poner la varilla muy por debajo de nuestras capacidades, y no suele ser otra cosa que una excusa para no exigirnos o arriesgarnos un poco más.
Una falsa humildad aparece muchas veces como un pensamiento que nos dice: “No lo lograrás” porque eres “poca cosa”. Evidentemente hay muchas cosas que objetivamente no podemos hacer porque superan nuestras capacidades. Pero hay muchas otras que sí, y que sencillamente no las hacemos o las hacemos mal porque nos decimos –en el fondo sin ninguna razón de peso– que no somos capaces. ¡En cuántas ocasiones ese pensamiento no es otra cosa que vanidad o soberbia disfrazada de humildad!
La humildad nos ayuda a ser más objetivos en nuestros ideales, y eso significa muchas veces darnos cuenta de que podemos llegar más alto de lo que pensábamos. Nos ayuda sobre todo en el camino de la vida cristiana porque nos lleva a tomar conciencia de que contamos con la fuerza de Dios, sin la cual no hay crecimiento en santidad.
Como camino de libertad la humildad nos ayuda a apuntar siempre alto. En primer lugar porque toma en consideración nuestras fragilidades y limitaciones reales. En segundo lugar, y más importante aún, porque cuenta con la gracia de Dios que eleva nuestros esfuerzos a alturas insospechadas.
Todo esto nos lleva a no ponernos barreras inútiles o excusas injustificadas que muchas veces no son otra cosa que mezquindad y egoísmo frente a un mayor compromiso con el Señor. Liberarnos de esas barreras, viviendo la humildad, significa avanzar por un camino de auténtica libertad y despliegue.