La misión del apóstol se puede comparar a la de aquel hombre que, en una ciudad sitiada por el enemigo y a punto de que sus habitantes perezcan de sed, se encuentra dueño de la vida o de la muerte de sus habitantes, pues él conoce una corriente de aguas subterráneas que puede salvar sus hermanos; es necesario un esfuerzo para ponerla a descubierto.
Si él se rehúsa a ese esfuerzo, perecerán sus compañeros ¿se negará al sacrificio?
Podemos comparar su misión a la de quien ve un torrente ancho, profundo y sucio, que fluye con ímpetu hacia nosotros. Retumba la avalancha, rugen los abismos, se encrespan las olas. Sobre las olas millares de desgraciados lanzan gritos de socorro: gritan, nadan desesperadamente, surgen y se levantan, para volver a hundirse, y pronto desaparecen. Son hermanos nuestros. Otros nos gritan: –¡Sálvame! ¿Quién de nosotros podría pasearse tranquilamente por la orilla? –¡Al agua los botes, empuñar los remos y salvar esas vidas que perecen! –¡Procuren sostenerse un poco! –les gritaríamos–, ya vamos, ya estamos. Dame la mano y te salvaré… ¡Y qué alegría la de aquel hombre que consagra su vida a tan humanitaria misión! La más humanitaria, la más bella, la más urgente.
– P. Alberto Hurtado, Meditación predicada en 1941, para sacerdotes vinculados a la Acción Católica