Por Kenneth Pierce
Las dos últimas virtudes que nos propone San Pedro en su escalera espiritual son el amor fraterno (filadelfia) y la caridad (agape). Ambas, como resulta evidente, implican amar al prójimo, sea aquél más cercano a nosotros –en el caso del amor fraterno– como incluso a aquellos que no conocemos –como es la caridad–.
Existe, además, otra diferencia importante. Cuando amamos a aquellos que nos son más cercanos siempre es posible esperar algún tipo de retribución, aunque no necesariamente material. Es decir, en la vivencia del amor fraterno hay un elemento de afecto mutuo que, de algún modo, significa recibir algo de otro. Ello, como es evidente, no está mal, sino es incluso natural y bueno que sea así.
Esa experiencia, sin embargo, no está necesariamente presente en la caridad. La caridad no espera nada en retorno. Es y debe ser libre y gratuita. Por eso, en este sentido, la caridad nos acerca muchísimo al amor de Dios, que es también absolutamente libre y gratuito. No solo no lo merecemos, sino que se da libremente, sin esperar un retorno.
La caridad tiene, pues, una exigencia de radicalidad y entrega que no espera nada en retorno, ni necesita ser correspondido por otra persona. Y, sin embargo, tampoco podemos olvidar que quien la vive va acumulando un tesoro en el cielo, donde «no se acercan los ladrones ni destruye la polilla» (Lc12,33).