Por Kenneth Pierce
En el mundo de hoy hay muchas organizaciones que hacen el bien. Muchísimas personas, con muy buenas intenciones, ayudan y participan en iniciativas con algún fin benéfico. Se trata, sin duda, de algo loable. Todo acto que nos dirige hacia la ayuda del prójimo nos ennoblece y nos hace mejores personas.
A veces, sin embargo, se confunde este tipo de ayuda con lo que es propio de la caridad. Ilumina, por eso, entender la diferencia entre la ayuda “filantrópica” y la caridad. “Filantropía” es una palabra que viene del griego y que hace referencia al amor por el género humano. La caridad también supone amor por la humanidad, y al igual que la filantropía, no espera nada en retorno. Ambas son, en este sentido, “gratuitas”.
Hay, sin embargo, una gran diferencia: las motivaciones de la filantropía pueden ser muchas, pero siempre se circunscriben –en cierto sentido– a la esfera de lo humano. La caridad, por otro lado, tiene como motivo el amor a Dios, y es por amor a Dios que se ayuda al prójimo. Como dice el Catecismo, la caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
La caridad, enseña la Iglesia, asegura y purifica nuestra facultad humana de amar, y la eleva a la perfección sobrenatural del amor divino. No hay, por eso, virtud que se le asemeje, ni que nos asemeje tanto a Dios.
La filantropía es sin duda buena, pero en cierto sentido, no deja de ser una acción “horizontal”. La caridad, por el contrario, aunque puede ser similar en sus manifestaciones, es por dentro muy distinta, y nos lanza al encuentro de Dios y de los demás como ninguna otra virtud.