Antes de acudir al sacramento
«Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mateo 6,6.)
Si en tu diálogo personal con Dios te reconoces pecador puedes decir como el publicano en el templo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18,14.)
Con un corazón arrepentido y afligido por mis faltas, deseo acudir a recibir tu perdón de Padre Misericordioso por medio de mi madre la Iglesia, por quien has querido custodiar y administrar tu gracia en la celebración de los sacramentos.
Tú que le dijiste a tus ministros: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan 20,23), envía al Espíritu Santo a mi corazón y a mi mente para que pueda preparar un buen examen de conciencia y así disponerme bien para acudir preparado al confesionario y recibir tu perdón.
«El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo”.
¿Cómo sería un hijo digno de Padre tan misericordioso y bueno? ¿Quién merece ser llamado hijo digno del Padre? La respuesta es el Señor Jesús de quien Dios Padre dijo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.»
Aquí una breve descripción a partir de las bienaventuranzas, conocidas en el Evangelio de San Mateo como el Sermón de la Montaña, las cuales dibujan el rostro de Cristo, y describen su caridad. (Catecismo 1717).

Bienaventurados los pobres de espíritu…
Por pobreza de espíritu se entiende cuando nuestras vidas están totalmente orientadas y su centro es Dios, y nadie más que él. Es cuando vivimos necesitados de su acción en nuestra vida, cuando acudimos a él en todo momento y en toda ocasión. No tenemos nada más que a él. La vida de Jesús estuvo siempre orientada a obrar la voluntad del Padre. No quiso nunca hacer nada que no fuese lo que a Dios Padre agradase. Mi alimento es hacer la voluntad del que me envío (Jn 4, 34.)
¿Dependo totalmente de Dios? ¿Vivo en cada momento de mi vida de cara a Dios, queriendo agradarlo en cada acto y pensamiento? ¿Cuánto dependo sólo de mí mismo, de mis capacidades, de mis expectativas para mí vida? ¿Es Dios prioridad en mi vida? ¿Descubro en mi corazón esa actitud de hijo confiado en la acción paterna? ¿Confío en Dios, en los planes que tiene para mí vida?
Bienaventurados los mansos…
Vemos que Jesucristo dice de sí mismo: «Aprended de mí, pues soy manso y humilde de corazón…» La mansedumbre de Jesús nos muestra la docilidad con que vive su obediencia al plan de Dios. Su disponibilidad es absoluta. En su vida no existen excusas, limitaciones, o algo que le impida postergar o no llevar a cabo la voluntad divina. Está totalmente desprendido de las cosas del mundo, y por eso puede entregarse por completo a su misión. También se puede entender su mansedumbre en el estilo de su disposición, es decir, en cómo vive su obediencia. No es renegón ni rebelde sino gentil y amable.
¿Me percibo como una persona dócil? ¿Soy más bien llevado a mis ideas, terco y contestador? ¿Cuán disponible realmente estoy a acoger lo que Dios me quiera decir, sabiendo que puede incluso ser algo que no me gusta? ¿Cómo es mi relación con los demás? ¿Soy educado, amoroso y respetuoso? ¿Cuáles son mis reacciones frente al mal o a la injusticia que me hacen? ¿Devuelvo el mal con el bien? ¿Cuánto vivo apegado a los gustos del mundo, y a mis propios gustos, entorpeciendo mi relación de hijo que escucha y obedece con amor a su padre?
Bienaventurados los que están afligidos…
La aflicción de la que el Señor nos habla hace referencia a un dolor fuerte y profundo al punto que no se puede contener y que se hace manifiesto por lágrimas, actitud desanimada; es un dolor reconocible, abierto a los demás, que se comunica justamente para dar campo al consuelo. Esta actitud primero está referida a nuestra relación personal con Dios, a no cerrarnos y escondernos ante el dolor, sino acudir a su consuelo y abrazos. También tiene aspecto de relación con el prójimo. No aparentar estar bien frente a los demás, sino ser sincero y dar la oportunidad de generar comunión en el dolor, de sufrir en compañía.
¿Cuánto me duele el estar lejos de Dios? ¿Cuánto enfrento y asumo mis propios dolores? ¿Se los ofrezco a Dios? ¿Busco ayuda y consuelo en mis hermanos? ¿Sufro por el mal ajeno? ¿Ofrezco perdón y consuelo? ¿Descubro que aún en el dolor Dios me acompaña? ¿Descubro que muchas veces mi dolor es causa de mi pecado personal? ¿Acudo a la misericordia de Dios? ¿Aprovecho mi sufrimiento para acercarme más a Dios, a Cristo crucificado?
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia…
«Buscad primero el reino de Dios y su justicia.» El hambre y la sed son necesidades físicas básicas, pero sin embargo vitales. Por justicia entendemos santidad, una relación consolidada y recta con Dios. Por lo tanto, este aspecto de la vida de Jesús se refiere a su intenso deseo de vivir obrando según una vida de relación con Dios, algo que hoy nosotros llamaríamos una vida cristiana, es decir, una vida en Cristo. También podríamos llamar a esta justicia como el Amor que nos enseñó el Señor. Vivir amando a Dios y al prójimo como él nos amó.
¿Cómo está mi deseo de santidad? ¿Vivo queriendo obrar la justicia, o sea, el mandamiento del amor? ¿Cómo está mi hambre y sed por los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación? ¿Me intereso por las cosas de Dios? ¿Las respeto y las estimo? ¿Podría decir que soy un hombre de Dios, un cristiano coherente? ¿Cuáles suelen ser mis apetitos interiores? ¿Son los de Jesús?
Bienaventurados los misericordiosos…
San Pedro decía de Jesús: «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.» Esta actitud de Jesús toma en cuenta una asentada relación con Dios (Dios estaba con él). Se obra misericordia porque hemos recibido misericordia. Al hacer misericordia nos vamos asemejando a la identidad de Dios. Es una acción motivada por el amor frente a una situación de carencia, de pecado. Es intervenir en la miseria ajena en nombre de Dios. Es cargar la cruz con el hermano, cargar su miseria por amor.
¿Reconozco la bondad y la acción misericordiosa de Dios en mi historia? ¿Vivo la alegría de saberme perdonado una y otra vez por Dios? ¿Es más fuerte en mí la misericordia de Dios que la vergüenza que en mí genera el propio pecado? ¿Obro misericordia con los demás? ¿Me compadezco interiormente por los que sufren? ¿Salgo a su encuentro según mis posibilidades reales? ¿Llevo a otros al Señor, el único capaz de sanar y aliviar la miseria humana?
Bienaventurados los limpios de corazón…
Este aspecto del Señor Jesús va más allá de lo que nosotros asociamos con pureza (castidad). Va muy de la mano con la rectitud y la orientación a Dios. El corazón de Jesús no tiene impurezas, es todo de Dios. No hay manchas, no hay pecados. Cuando nos referimos a nuestra pureza de corazón nos referimos a qué tanto nuestro corazón es todo de Dios, y cuanto trabajamos para que no hayan manchas por el pecado. Sin embargo, también nos podemos referir a la castidad. A la manera en cómo vivimos nuestro amor.
¿Cómo está mi deseo de permanecer en estado de gracia? ¿Realmente pongo empeño en no volver a caer en los mismos pecados de siempre? ¿Quiero llevar una vida, pura y recta, orientada a Dios? ¿Somos sinceros con Dios, transparentes? ¿Cómo estoy viviendo la castidad? ¿deseo conseguir placer de mí mismo, o de otros, por encima de la vivencia de un amor desinteresado, entregado que valora por lo que es y no por lo que me pueda ofrecer?
Bienaventurados los que obran la paz…
«No vine a traer paz; sino espada» (Mt 10, 34). ¿Qué paz nos pide el Señor entonces? La paz que viene de estar en comunión con Dios. Por lo tanto, ser constructores de paz u hombres que obran la paz tiene que ver con ser sal y luz del mundo, con ser portadores del mensaje cristiano en nuestra sociedad. La paz se da a quien vive en la división, en la angustia. Sólo Dios da la paz. Por lo tanto, el mensaje y la invitación de Jesús es a ser hombres que lleven a otros a Dios. Hombres que vivan según el Evangelio testimoniando con sus vidas, que el amor es más fuerte que las divisiones y guerras.
¿Vivo en plena comunión con Dios? ¿Soy en el mundo presencia visible de la vida de Cristo? ¿Busco y promuevo la reconciliación en las relaciones personales? ¿Soy una persona activa en la vivencia de la paz? ¿Estoy en el mundo, anunciado al Señor, sin ser del mundo? ¿Me reconozco hijo de Dios? ¿Cómo anuncio al Señor desde mi realidad?
Bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia…
Cristo, que trajo el mensaje de la Buena Noticia fue perseguido, torturado y crucificado. Si somos fieles a su mensaje, entonces recibiremos el mismo trato. El Señor sufrió al punto de sudar sangre, la cruz le provoco angustia, sin embargo, se mantuvo firme hasta el final. Esto nos muestra en que marco nos movemos si somos fieles a Dios. Al rechazo, a la reprobación, a veces incluso a la muerte, o al castigo físico. Pero Dios nunca nos abandona, y nos promete el Reino de los cielos para aquellos que perseveren hasta el fin de sus días.
¿Estoy dispuesto a asumir esta radicalidad? ¿Soy consciente de lo que me puede llegar a tocar por seguir a Jesús? ¿Confío en él? ¿Estoy dispuesto a ser maltratado por Jesús, a morir por él? ¿Sufro por los pecados de la Iglesia, y por los ataques hacia ella? ¿Estoy dispuesto a sufrir por otros? ¿Tengo vergüenza o temor de manifestar públicamente o privadamente mi fe?