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Evangelio del IV Domingo de Cuaresma

Evangelio según san Juan 3,14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. El que cree en Él no será condenado; por el contrario, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

El evangelio de Juan narra un encuentro entre Jesús y Nicodemo, un judío estudioso de la ley. La narración trasluce un ambiente cercano, en el que Nicodemo tuvo la suerte de poder dialogar tranquilamente con el Señor. Como judío religioso y honesto, Nicodemo tendría una imagen de la divinidad muy marcada por un halo de majestad, gloria y justicia casi impenetrable. Jesús le manifiesta algo que debió haber sacudido su concepción religiosa y al mismo tiempo enardecido su corazón en búsqueda: el amor de Dios por el mundo, por el ser humano, es de tal naturaleza que lo mueve a enviar a su propio Hijo —a Jesús, su interlocutor— no para juzgar al mundo sino para salvarlo. Y ese envío llega al extremo del sacrificio en el que se manifiesta la grandeza de su amor: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». Estas palabras de Jesús seguramente sacudieron la mente de Nicodemo y le abrieron el corazón a una novedad y asombro inauditos.

En nuestro camino cuaresmal el Evangelio de este Domingo nos invita a contagiarnos de ese asombro y a poner en el centro de nuestra meditación a Cristo crucificado, signo inequívoco del amor y la misericordia de Dios. La Cruz es una revelación de la grandeza del amor de Dios por cada uno de nosotros. En el sacrificio de Jesús en la Cruz, bajo la clave del amor, comprendemos en algo el alcance de lo que Dios ha hecho por nosotros. Esta realidad hizo exclamar a San Pablo: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo» (Ef 2,4-5). ¡Estábamos muertos y ahora vivimos! ¿No es esa la dinámica espiritual que desde el día en el que renacimos en las aguas del Bautismo somos llamados a vivir día a día?

En la lucha por morir a la muerte para vivir a la vida, ¿dónde debe estar nuestra mirada? No tanto en nuestro pecado y fragilidad cuanto en el Hijo del hombre, elevado en la Cruz. Mirándolo a Él nos reconocemos necesitados y totalmente dependientes de su salvación. Él es el Médico divino —el único— capaz de sanar nuestra enfermedad; Él lo ha hecho todo por nosotros. Como dice San Agustín, «el médico, en lo que depende de él, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se perjudica a sí mismo. El Salvador vino al mundo… si tú no quieres que te salve, te juzgarás a ti mismo». Sabia analogía que nos deja una sencilla pero penetrante pregunta: ¿Seguimos las prescripciones de nuestro Médico divino?

La figura de Jesús elevado en la Cruz tiene en el Evangelio de San Juan una connotación particular que vale la pena mencionar. Para Juan, la Cruz está en el corazón del misterio de Cristo y manifiesta en su grado más alto la gloria de Dios. La mirada de la fe nos permite, pues, ver y experimentar en la Cruz de Cristo la profundidad del amor de Dios por nosotros. Desde esa experiencia de ser amados, siempre mayor que nuestra fragilidad y miseria, siempre gratuita y sobrecogedora, somos invitados a responder.

¿Cómo responder a tanto amor? El Señor Jesús nos señala en el Evangelio el camino: para alcanzar la vida y no perecer debemos creer en Él; y más adelante puntualiza: «el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». La fe, que recibimos como un don, es también camino de respuesta a Dios que no ha amado primero. La fe para un cristiano es como la atmósfera vital donde puede respirar. Fuera de ella, muere. En este sentido, tal vez muchas veces no comprendemos suficientemente que la fe es totalizante, es decir, que abarca toda nuestra realidad como personas. Es más, habría que decir que la fe, en cuanto nos hace miembros del Cuerpo de Cristo, define nuestra identidad como cristianos pues nos hace “ser de Cristo”.

Ante esta realidad, San Juan Pablo II hacía una serie de preguntas que pueden iluminar y enriquecer nuestra reflexión cuaresmal. «Es preciso —decía el Papa— que nosotros reunidos en esta estación cuaresmal de la Cruz de Cristo, nos hagamos estas preguntas fundamentales, que fluyen de la Cruz hacia nosotros. ¿Qué hemos hecho y qué hacemos para conocer mejor a Dios? Este Dios que nos ha revelado Cristo, ¿Quién es Él para nosotros? ¿Qué lugar ocupa en nuestra conciencia, en nuestra vida? (…) ¿No ha venido a ser Dios para nosotros ya sólo algo marginal? ¿No está cubierto su nombre en nuestra alma con un montón de otras palabras? ¿No ha sido pisoteado como aquella semilla caída “junto al camino” (Mc 4, 4)? ¿No hemos renunciado interiormente a la redención mediante la cruz de Cristo, poniendo en su lugar otros programas puramente temporales, parciales, superficiales?».

Al mirar a Jesús en la Cruz siempre encontraremos a sus pies a María, su Madre y Madre nuestra. Ella es el modelo de fe y de amor que nos alienta. Su respuesta total es para nosotros motivo de esperanza pues nos precede en el camino y está siempre dispuesta a ayudarnos a avanzar, a levantarnos cuando caemos, como lo hace toda madre con su hijo.

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