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Evangelio del Domingo: “Yo soy el pan de vida”

Evangelio según san Juan 6,25-34

En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó: «Les aseguro, no me buscan por los signos que vieron, sino porque comieron pan hasta saciarse. Trabajen no por el alimento que se acaba, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es Él a quien el Padre Dios lo ha marcado con su sello». Ellos le preguntaron: «Y, ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es ésta: que crean en quien Él ha enviado». Le replicaron: «¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Les dio a comer pan del cielo”». Jesús les replicó: «Les aseguro que no fue Moisés quien les dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a Mí no pasará hambre, y el que cree en Mí nunca pasará sed».

Las palabras de Jesús en el Evangelio que conocemos como el Discurso del Pan de vida, nos deben llenar el corazón de alegría y de una profunda esperanza. ¿Por qué?

Cuando Jesús dice: «Yo soy el pan de vida. El que viene a Mí no pasará hambre, y el que cree en Mí nunca pasará sed» (Jn 6,35), nos está manifestando con toda claridad por lo menos dos cosas: primero, que Él sabe que tenemos hambre y sed; segundo, que Él es la respuesta definitiva a esas necesidades fundamentales.

Si leemos con atención este pasaje del Evangelio veremos cómo Cristo Maestro va conduciendo a sus discípulos de una realidad histórica —el maná con el que Dios había alimentado a los israelitas en el desierto a pesar de sus quejas y rebeldía— a una realidad mucho más profunda y definitiva: que Él es el verdadero Pan del Cielo que el Padre ha enviado para dar la vida al mundo. San Ambrosio escribe al respecto unas lindas palabras que vale la pena recordar: «Aquel maná era del cielo, este de más arriba de los cielos; aquel era un don del cielo, este es del Señor de los cielos; aquel estaba sujeto a la corrupción si se guardaba hasta el día siguiente, este no conoce la corrupción. Para los hebreos el agua ha brotado de la roca, para ti la sangre brota de Cristo. El agua les ha calmado la sed por un momento, a ti la sangre te lava para siempre. Los hebreos bebieron y siguieron teniendo sed. Tú, una vez que hayas bebido, ya nunca más tendrás sed (Jn 4, 14). Aquello era la prefiguración, esta es la verdad plena».

Esa realidad tan humana, que todos sentimos cotidianamente (el hambre y la sed) en realidad nos remite a el hambre y la sed espiritual que, de diversas maneras, también todos experimentamos. Jesús conoce que tenemos hambre y sed, sabe que tenemos un corazón colmado de anhelos profundos, que tenemos sueños y esperanzas; conoce también nuestros miedos y temores, desde los más tontos hasta los más arraigados, esos que calan hondo en nuestra intimidad, a veces nos paralizan o nos producen profundas desconfianzas, quizá nos hacen sentir incomprendidos o incomprensibles incluso para nosotros mismos. El Señor Jesús lo sabe todo, lo comprende todo… nos conoce hasta la médula y por sobre todo nos ama así como somos. ¿Cómo no dar lugar a la alegría y a la esperanza al sabernos así entendidos y amados?

El Señor no pudo haber escogido mejor analogía para hacernos comprender lo que está en juego. Cuando se tiene hambre o sed, nos embarga una cierta inquietud, inconformidad, hasta que calmemos esas necesidades vitales. Tener hambre o sed incluso incide decididamente en nuestro estado de ánimo. No es difícil imaginarlo. A mayor fuerza de estas necesidades, mayor urgencia por buscar alimento o bebida que de verdad nos satisfaga. ¿Sucede igual con el hambre y la sed espiritual?

Ciertamente sí, hasta donde la analogía lo permite. Nuestro interior “nos hace saber” que necesita alimentarse para vivir. A veces nos damos cuenta y a veces no. Y muchas veces entendemos mal el “mensaje”, o buscamos satisfacer esa hambre y sed con naderías. Como si una lechuga —por más rica que sea— pudiera satisfacer el hambre de un adulto desfalleciente luego de un día sin comer y varias horas de trabajo. O lo que es peor, como si ingerir alimentos podridos o dañinos, aunque momentáneamente nos calmen, a la larga no nos hicieran daño, y a veces muy grave.

 ¿Qué hacer? ¿Dónde encontrar un alimento verdadero? Antes que salir nosotros a buscarlo, abramos los ojos y veamos que Él ya vino a nuestro encuentro. Y por eso decíamos que escuchar a Jesús decir con total seguridad y autoridad: «Yo soy el Pan de vida», nos debe dar gran alegría y esperanza. ¡Nuestra búsqueda, nuestras preguntas tienen respuesta! ¡Existe un alimento capaz de saciar nuestra hambre interior! ¡Podemos alimentarnos con seguridad y confianza! Cristo Jesús es el alimento definitivo, y no hay  que seguir “experimentando”.

Sabiendo que Jesús es el Pan verdadero, que da la vida verdadera, ¿me alimento de Él? ¿O a pesar de saberlo, sigo —a veces, o muchas veces— intoxicándome con sucedáneos?

¿Qué hacer, pues? Los apóstoles en una ocasión le preguntan a Jesús algo semejante: ¿Qué hacemos para obrar las obras de Dios? Y Jesús responde: «La obra de Dios es ésta: que crean en quien Él ha enviado» (Jn 6,29). Creámosle a Jesús cuando nos dice que es el alimento verdadero (el único) que nuestro interior reclama. Confiemos en que nos conoce, en que nos ama tanto que está presente en cada Eucaristía dando vida al mundo, dando la vida por cada persona y a cada persona. Vayamos a su encuentro y abrámosle la puerta del corazón pues Él está esperando: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).

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