Evangelio según san Marcos 7,31-37
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, y fue hacia el mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», que quiere decir: «Ábrete». Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la atadura de su lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuando más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Reflexionar en este relato del Evangelio de Marcos nos deja, paradójicamente, sin palabras. ¡Qué impresionante presenciar, a través de la Palabra de Dios, la acción salvífica del Señor Jesús! Isaías había anunciado que «Él vendrá y los salvará; entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán» (Is 35,5); esto —decía el profeta— será motivo de júbilo y ánimo. Ese tiempo llegó y Dios fue fiel a sus promesas. Como signo de su acción salvífica, Jesús efectivamente curó a muchos enfermos sanándolos de sus dolencias físicas. Esas curaciones, como la del sordomudo, son causa de inmensa alegría. En primer lugar, para los que las recibieron de manos de Cristo. Difícil imaginar la experiencia de una persona sorda, muda o ciega que de pronto recibe de manos de un desconocido la salud de su sentido atrofiado. ¿Alegría, confusión, desconcierto, asombro, maravilla? Probablemente eso y mucho más. Por otro lado, también los que los presenciaron o tuvieron noticia de estos hechos participaron de esos sentimientos pues las curaciones eran un signo de la llegada del Mesías. Y ciertamente la alegría se extiende a todos nosotros al vernos remitidos a una curación mucho mayor de la que todos somos partícipes: la liberación de las ataduras del pecado y de la muerte. El sordomudo tiene, pues, mucho que decirnos.
Nos vamos a detener en tres detalles del pasaje. Dice la narración que cuando le presentaron al sordomudo, Jesús lo apartó de la gente y se quedó a solas con él. ¡Qué gesto tan significativo de la acción del Señor! Su relación es siempre de persona a persona. Se involucra totalmente con aquel que en ese momento tiene delante, al punto que en este caso utiliza sus dedos y su propia saliva para “tocar” la boca y las orejas enfermas del desdichado. ¡Dios hecho hombre, se acerca a su criatura herida y la toca con sus propios dedos para curarla! Las mismas manos creadoras que nos sacaron de la nada y nos dieron la vida, son las manos que sanan las consecuencias del pecado. En ese ambiente de intimidad personal, Jesús se dirige a su Padre en oración y obra el milagro.
En segundo lugar, conviene detenernos un momento a considerar otro detalle que podría pasarnos desapercibido: son otros los que llevan al sordomudo a la presencia de Jesús y le ruegan que imponga su mano sobre él. Si no hubiera sido por la acción solidaria y comprometida de esos “otros” —tal vez fueron sus familiares, conocidos o amigos— quizá este milagro no se hubiera realizado. Notemos que la acción de esas personas fue desinteresada y pasó casi inadvertida. Sin embargo, fue fundamental para la curación del sordomudo. Este hecho es una muestra clara de lo fundamental que es para la vida cristiana el apostolado entendido justamente como ese “llevar a otro a la presencia del Señor y rogarle que actúe”. Es una dimensión ineludible de nuestro compromiso con Cristo que podemos realizar de muchas maneras, buscando siempre el mismo fin: colaborar en la realización de ese encuentro entre una persona y el Señor Jesús.
La curación del sordomudo, finalmente, es una figura elocuente de la gran curación que Jesús nos ha traído: la reconciliación que se hizo realidad para cada uno de nosotros el día de nuestro Bautismo. En ese momento de nuestra vida, Jesús ha tocado nuestros oídos y nuestros labios y los ha abierto a la vida de fe por acción del Espíritu. Hemos sido realmente liberados del pecado que nos hacía sordos y mudos. Nuestros sentidos espirituales han sido sanados de manera que podamos escuchar la Palabra de Dios y proclamar con nuestra voz, y todo nuestro, ser la grandeza del amor de Dios: “El Señor todo lo ha hecho bien”.
Todos somos, de alguna manera, espiritualmente sordos y mudos a causa del pecado. Cuando nos bautizamos se destaparon nuestros oídos para escuchar la Palabra de Dios y se abrió nuestra boca para proclamarla a los hermanos. Ese es parte de nuestro camino de la vida en Cristo: escuchar su Palabra y compartirla con nuestros hermanos.