cruz

Evangelio del Domingo: invitados a la perfección en el amor

Evangelio según San Mateo 5,38-48

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Han oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente.” Yo, en cambio, les digo: No hagan frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. Han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen. Así serán hijos del Padre que está en el cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los paganos? Por tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto».

El Señor Jesús presenta una serie de enseñanzas dadas en el Antiguo Testamento a las que Él agrega una dimensión nueva, las lleva a otro nivel. En última instancia, manifestándose una vez más como Dios ante sus seguidores, revela que la plenitud de la Ley dada a Israel es la caridad vivida hasta sus últimas consecuencias. Y nos invita a todos sus seguidores a vivir esa perfección en nuestra vida concreta y cotidiana.

La última frase del Evangelio podría quizá abrumarnos o desanimarnos. ¿Quién puede ser perfecto como el Padre celestial? Para entender mejor lo que Jesús nos invita a vivir son muy iluminadoras estas palabras del Catecismo: «observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2842). Dios ha querido participarnos su infinito amor, bondad y misericordia, y lo hace hoy de modos muy concretos y asequibles para nosotros. Él nos ha regalado en Cristo el camino para poder hacer nuestra la vida de Dios, que es Amor, y acogiendo la fuerza del Espíritu transformar toda nuestra vida con ese amor. No se trata, pues, de un llamado a forjar con nuestras solas manos y fuerzas la “perfección” sino ante todo de participar desde el fondo del corazón de la santidad de Dios.

Esta participación en la vida de Dios, para nosotros cristianos, no se queda en un mero deseo o en una declaración de principios. Creemos que es real, que la gracia de Dios realmente toca la puerta de nuestro corazón y nos invita a expresar esa vida nueva en nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar. Es decir, participar del amor de Dios nos impulsa a dar testimonio del amor de Dios. Y hoy el Señor nos muestra lo mucho que nuestro corazón es capaz de amar. Cuando creemos que no podemos superar ese “límite” al amor que nos impone la animadversión o la antipatía hacia una persona, el Señor nos dice: «Amen a sus enemigos, y recen por los que los persiguen». Cuando pensamos que tenemos todos los argumentos para sacarle en cara al otro su error y cobrarnos la revancha en “justas proporciones”, el Maestro nos dice: «No hagan frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra».

Al tiempo que Jesús nos muestra los límites de la Ley antigua nos revela que el corazón humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, está hecho para el amor. Y el amor verdadero no conoce la “ley del talión” —«ojo por ojo, diente por diente»— ni conoce tampoco la mezquindad de sólo devolver bien por bien y, peor aún, mal por mal: «Si aman a los que los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los paganos?». Nuestro corazón está hecho para amar sin límites ni condiciones, para amar con el amor de Cristo que nos amó y se entregó por nosotros en la Cruz: «Como el Padre me amó, Yo también los he amado; permanezcan en mi amor (…). Ámense unos a otros como Yo los he amado» (Jn 15,9.12). Nadie dice que sea un camino fácil. Sin embargo, es el camino que recorrió Jesús entre nosotros y nos invita a seguir sus pasos confiando en Él.

No pocas veces podría parecernos que al recorrer este camino estamos “perdiendo”, estamos “cediendo terreno” frente a otro y que tal vez no deberíamos hacerlo. Pero la “lógica del amor de Dios” es otra. Cuando parece que perdemos, ganamos; cuando parece que nos empobrecemos, en realidad nos enriquecemos en Cristo. De esa “lógica” está hecho el camino a la perfección de la caridad. Por ello es tan importante que constantemente pongamos lo que está de nuestra parte para que el Espíritu de Dios, que habita en nuestros corazones (ver 1Cor 3,16), transforme nuestra mente y nuestro corazón de modo que «tengamos entre nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).

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