Evangelio según san Mateo 21,33-43
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchen otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar para hacer el vino, construyó la casa del guardián, la arrendó a unos viñadores y se fue de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los viñadores, para recoger los frutos que le correspondían. Pero los viñadores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, en mayor número que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los viñadores, al ver al hijo, se dijeron: “Éste es el heredero: lo matamos y nos quedamos con su herencia”. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y, ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos viñadores?». Le contestaron: «Hará morir sin compasión a esos malvados y arrendará la viña a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo». Y Jesús les dice: «¿No han leído nunca en la Escritura:
“La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho:
ha sido un milagro patente?”.
Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que produzca sus frutos».
“¿Por qué el Señor, Todopoderoso, ¿no interviene y me ayuda con este problema?”; “¿Por qué ha permitido que nos pase esto?”; “¿Qué hemos hecho para merecer esto?”. Estas u otras preguntas semejantes pueden haber encontrado lugar en nuestro corazón en estos últimos meses de nuestra vida. Han sucedido hechos inimaginables desde que se desató la pandemia y, en el secreto de nuestra intimidad o abiertamente, de manera velada o con manifiesta rebeldía, cuántas veces nos hemos quejado de Dios o con Dios. Razones pueden no faltarnos para poner a Dios “en el banquillo”. Y tal vez nuestras razones sean (o nos parezcan) contundentes.
Frente a nuestros alegatos y quejas, el Señor, con inmensa ternura y paciencia, nos reitera: «Por favor, sean jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?» (Is 5,2). Esa pregunta se abre paso en medio de la situación que vivimos y de nuestras razones, y nos invita a considerar —con una mirada de fe y desde el realismo de la esperanza— todo lo que el Señor ha hecho y hace por nosotros. ¿Qué más puede hacer por nosotros que ya no lo haya hecho? Quizá una respuesta apresurada nos lleve a decir: bueno, librarnos de esta pandemia, por ejemplo. Pero dejemos resonar esa pregunta en nuestras mentes y corazones: ¿Qué más puede hacer por nosotros que ya no lo haya hecho?
La parábola que el Señor Jesús propone a los sumos sacerdotes y a los ancianos precisamente viene a ejemplificar el extremo (al menos a nuestros ojos) al que ha llegado Dios por amor a nosotros. El dueño de la viña hizo todo para que ésta produjese buenos frutos: la cuidó, la cercó, construyó una casa. Y cuando llegó el tiempo de la cosecha envió a sus criados para recoger los frutos. Los viñadores mataron a un criado, apalearon al otro y apedrearon al otro. ¿Qué hizo el dueño de la viña? Envío más criados pero los viñadores, contumaces, hicieron lo mismo. Finalmente, envía a su propio hijo con la esperanza de que lo respetarán y entrarán en razón. Los viñadores van aún más lejos y matan al hijo del dueño con la perversa intención de quedarse con la viña.
¿Qué más puede hacer Dios por nosotros que no lo haya hecho ya? Cuando miramos a Cristo, el Hijo Eterno del Padre, clavado en la Cruz la respuesta a esta pregunta cobra un sentido definitivo. Él ya lo hizo todo. Mirando al crucificado, ¿hay lugar para nuestras quejas y preguntas? En un sentido, no. Pero en otro sentido, quizá sí. Podríamos preguntar: si Dios es tan bueno, y nos quiere tanto que incluso mandó a su propio Hijo a morir por nosotros, ¿por qué permite que vivamos lo que estamos viviendo? ¿Tiene, acaso, que morir tanta gente? ¿Merecemos tanta desgracia?
Responder a estas preguntas no es sencillo. El manto del misterio se cierne sobre nuestra realidad. Sin embargo, mirar a Jesús en la cruz es un camino para adentrarnos en un horizonte mayor que si bien podemos no comprender del todo no significa que no exista. Ese horizonte es lo que los santos llaman la sabiduría de la Cruz. «La sabiduría de la Cruz es luz que ilumina el sentido de la existencia humana», decía San Juan Pablo II. Al respecto, San Agustín utiliza una figura muy sugestiva: «El árbol donde estaban fijos los miembros del moribundo, fue la cátedra desde la cual enseñó el Maestro». La pregunta, pues, que quizá debamos hacernos este Domingo es: ¿cómo ilumina la sabiduría de la cruz la situación que está viviendo la humanidad a consecuencia de la pandemia? ¿Qué nos dice Jesús y cómo le da sentido a los problemas y desafíos que todos enfrentamos, cada uno a su manera, en esta situación?
El camino fácil es culpar a Dios: “Él envía estos males para castigarnos”; “si de verdad fuera bueno y poderoso, haría desaparecer este virus y dejaría que todo vuelva a la normalidad”. Dios no envía males para castigarnos. Por el contrario, constantemente el Señor está enviando mensajeros y a su propio Hijo para ayudarnos. Afirmar esto es lo mismo que decir: en medio de cualquier situación en la que estemos —también en medio de la crisis sanitaria mundial que vivimos— Dios está presente. Él viene a nosotros de muchas maneras y nos ofrece la sabiduría —su sabiduría— para ver la realidad desde otra perspectiva, vivir el amor y saber sacar, aun de las peores situaciones, un bien mayor.