Evangelio según san Marcos 1,12-15
En aquel tiempo, el Espíritu llevó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentando por Satanás; vivía entre las fieras salvajes, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: conviértanse y crean en el Evangelio».
La Cuaresma es un tiempo propicio de conversión. Y al iniciar este tiempo de gracia en la vida cristiana, la Iglesia nos invita a considerar una realidad que forma parte del combate espiritual de todo discípulo de Jesús: la tentación. Ser tentado quiere decir sufrir la insinuación del enemigo que nos propone el camino del mal para apartarnos de la senda del bien. Por ello es bueno recordar que experimentar una tentación no significa haber caído en ella. La presencia de una tentación no es más que eso: un obstáculo que, con la ayuda de Dios y la poderosa intercesión de María, podemos superar. Incomodarse o asustarse por la presencia de tentaciones en nuestra vida espiritual sería tan iluso como que un marino quisiese no sentir el vaivén que causan las olas que agitan a todo navío en el mar, o que un piloto de avión quisiese nunca experimentar los sacudones de las turbulencias. El asunto está en saber rechazar la tentación y no caer en ella.
San Agustín, a propósito del pasaje del Evangelio que narra las tentaciones de Jesús en el desierto, nos recuerda que «nuestra vida, mientras dura esta peregrinación, no puede verse libre de tentaciones; pues nuestro progreso se realiza por medio de la tentación y nadie… puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no ha luchado, ni puede luchar si carece de enemigo y de tentaciones» (San Agustín). El Evangelio de Marcos nos da una clave fundamental para vivir esta dinámica propia de la vida cristiana. Jesús, nos dice, fue llevado al desierto por el Espíritu. Esta escueta expresión refleja una disposición fundamental que se ve también en otros pasajes de la vida del Señor. Él vivió siempre en íntima relación con el Espíritu Santo y con su Padre. Ahí tenemos una primera gran enseñanza: ser dóciles al Espíritu, a su impulso y fuerza, estar abiertos de mente y corazón a sus caminos.
¿Cómo hacer frente a las tentaciones que aparecen en nuestro camino? El Señor Jesús nos enseña en otro pasaje del Evangelio: «Vigilen y oren para no caer en tentación» (Mt 26,41). Ahondando en esa disposición interior que debemos cultivar, el Señor nos invita a vigilar y a orar. Tenemos que estar vigilantes pues la lucha espiritual no tiene pausas. El enemigo no descansa, tampoco podemos hacerlo nosotros. Esta perspectiva, lejos de hacernos desfallecer, nos lleva a creer y confiar más en Dios que en nosotros y en nuestras propias fuerzas; a ser muy conscientes de que existe el demonio, de que es nuestro enemigo y busca apartarnos del camino del bien; a conocer nuestras fortalezas y debilidades; a ser prudentes y a no exponernos negligentemente a las ocasiones en las que podríamos ser presa fácil del tentador.
Hablar de combate espiritual, de lucha, de tentación, nos lleva a poner en primer plano —quizá como la acción de vigilancia más prudente— el arma más importante que tenemos: la oración. ¡Cuán fácilmente perdemos de vista la eficacia y el poder de la oración! ¿Dónde encontraremos la fuerza? ¿De dónde vendrá la luz y la verdad que nos permitan vencer a la tentación? Del encuentro con Dios, de esa relación personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Si estamos con Él, no tenemos nada que temer; apartados de Él, no podemos hacer nada. Y no olvidemos que en este combate nos acompaña siempre con su intercesión y protección maternal nuestra Madre María, Auxilio de los cristianos. ¡Qué seguridad y confianza avanzar de la mano de la Virgen Inmaculada! Ella, porque participa de los frutos de la victoria de su Hijo, ha pisado la cabeza de la serpiente y está pronta a defendernos de las asechanzas del maligno.
La vigilancia y la oración a la que nos invita el Señor Jesús están íntimamente relacionadas con el llamado que nos hace a creer en el Evangelio y a convertirnos cada vez más. La Cuaresma, como decíamos, es un tiempo propicio para intensificar nuestro combate espiritual, que necesita una constante renovación. Jesús nos invita a tomar consciencia de la urgencia de nuestra respuesta: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios». Reconocer que somos frágiles y pecadores, arrepentirnos y pedir perdón por lo que podamos haber hecho mal, renovar nuestras buenas intenciones y poner toda nuestra confianza en el Señor Jesús, son algunos pasos que nos ponen en el camino del bien. En este sentido, nos recuerda San León Magno que «no hay obras virtuosas sin la prueba de las tentaciones; no hay fe sin contrastes; no hay lucha sin enemigo; no hay victoria sin combate. Nuestra vida transcurre entre asechanzas y luchas. Si no queremos ser engañados, debemos estar vigilantes; si queremos vencer, debemos combatir». Acojamos con prontitud de corazón el llamado del Señor Jesús.