amen

Evangelio del Domingo: Amar al enemigo

Evangelio según San Lucas 6,27-38

Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Dale a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Hagan por los demás lo que quieren que los hombres hagan por ustedes. Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman. Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores, para recibir de ellos lo mismo. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos. Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes”.

El Señor Jesús enseña una serie de preceptos este Domingo que aterrizan en actitudes muy concretas lo que significa la perfección de la caridad a la que, como cristianos, estamos llamados.

Cuando los leemos, en primera instancia podríamos abrumarnos. ¿Quién puede “cumplir” estas exigencias? Pero Dios ha querido participarnos su infinito amor, bondad y misericordia. Él nos ha regalado en Cristo el camino para poder hacer nuestra la vida de Dios, que es Amor, y acogiendo la fuerza del Espíritu transformar toda nuestra vida con ese amor. Como dice el Catecismo, «observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia y en el amor de nuestro Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2842).

Esta participación en la vida de Dios debe, para nosotros cristianos, expresarse en nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar. Es decir, debemos dar testimonio del amor de Dios. Y hoy el Señor nos muestra lo mucho que nuestro corazón es capaz de amar. Cuando creemos que no podemos superar ese “límite” al amor que nos impone la animadversión o la antipatía hacia una persona, el Señor nos dice: «Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio». Cuando pensamos que tenemos todos los argumentos para sacarle en cara al otro su error y cobrarnos la revancha en “justas proporciones”, el Maestro nos dice: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite el manto, no le niegues la túnica».

Al tiempo que Jesús nos muestra los límites de la Ley antigua nos revela que el corazón humano, creado por Dios a su imagen y semejanza, está hecho para el amor. Y el amor verdadero no conoce la “ley del talión” —«ojo por ojo, diente por diente»— ni conoce tampoco la mezquindad de sólo devolver bien por bien y, peor aún, mal por mal: «Si hacen el bien a aquellos que se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen? Eso lo hacen también los pecadores. Y si prestan a aquellos de quienes esperan recibir, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores». Nuestro corazón está hecho para amar sin límites ni condiciones, para amar con el amor de Cristo que nos amó y se entregó por nosotros en la Cruz: «Como el Padre me amó, Yo también los he amado; permanezcan en mi amor (…). Ámense unos a otros como Yo los he amado» (Jn 15,9.12).

No pocas veces podría parecernos que al recorrer este camino estamos “perdiendo”, estamos “cediendo terreno” frente a otro, estamos cediendo ante una injusticia, y que tal vez no deberíamos hacerlo. Desde la perspectiva de cierta visión de la justicia, amar a un enemigo —máxime si es que es alguien que nos ha hecho daño— es una locura, nos empobrece. Sin embargo, ¿esa es la lógica de Dios? En todo caso, esa “pobreza” o aparente muestra de “debilidad” nos configura con Jesús que se hizo pobre y se mostró débil por nosotros.

Ciertamente la “lógica del amor de Dios” es otra. Cuando parece que perdemos, ganamos; cuando parece que nos empobrecemos, en realidad nos enriquecemos en Cristo. De esa “lógica” está hecho el camino a la perfección de la caridad. Por ello es tan importante que constantemente pongamos lo que está de nuestra parte para que el Espíritu de Dios, que habita en nuestros corazones (ver 1Cor 3,16), transforme nuestra mente y nuestro corazón de modo que «tengamos entre nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).

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