El verdadero amor es difusivo

Por Kenneth Pierce

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La agape, la cumbre de la escalera espiritual de San Pedro, es un amor por toda la humanidad, pero que se manifiesta de modo especial en la atención y solicitud por quienes están en peligro, en necesidad, enfermos o sufren pobreza.

La caridad no es sólo dar limosna, aunque ciertamente no la excluye. No es una mera filantropía, pues tiene su origen en el amor de Dios, supone la gracia, y apunta al bien integral de la persona. La caridad nos mueve a ser sensibles ante las carencias y penurias de los demás, a expresar nuestra solidaridad en sus necesidades, y a promover el bienestar de la persona toda.

Tiene además una clara connotación práctica, pues expresa en actos el amor que uno posee en su interior y que se nutre del amor a Dios. Es esencial a la agape que se manifieste, que se demuestre, no por afán de “ser vista”, sino porque el verdadero amor lleva a que se manifieste. Agape, incluso, podría ser traducida como “demostración de amor”.

Este despliegue en actos concretos no se da, entonces, por la búsqueda de un reconocimiento exterior, sino que brota de la naturaleza del amor. El auténtico amor no se puede quedar encerrado en uno mismo, pues es intrínsecamente difusivo. Quien quiere de verdad el bien, lo obra. Sabemos, por otro lado, que siempre contamos con la fuerza de Dios para obrar el bien.

Como enseñaba el Papa San Gregorio Magno, «la prueba del amor está en las obras: el amor de Dios nunca es ocioso, porque si es muy intenso obra grandes cosas, y cuando rehuye obrar ya no es amor».

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