por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 21,5-19
En aquel tiempo, algunos hablaban del templo, admirados de la belleza de sus piedras y de las ofrendas que lo adornaban. Jesús les dijo: «Esto que ustedes contemplan, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo será eso, y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?». Él contestó: «Cuidado con que nadie los engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: “Yo soy”, o bien: “El momento está cerca”. No vayan tras ellos. Cuando oigan noticias de guerras y de revoluciones, no tengan pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida». Luego les dijo: «Se alzará nación contra nación y reino contra reino, habrá grandes terremotos y, en diversos países, epidemias y hambre. Habrá también cosas espantosas y grandes señales en el cielo. Pero, antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, entregándolos a las sinagogas y a la cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Así tendrán ocasión de dar testimonio de mí. Hagan el propósito de no preocuparse por su defensa, porque yo les daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ninguno de sus adversarios. E incluso serán traicionados por sus padres, y parientes, y hermanos, y amigos. Y a algunos de ustedes los matarán, y todos los odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de su cabeza se perderá. Gracias a la constancia salvarán sus vidas».
Según los testimonios conocidos, el Templo de Jerusalén era un edificio impresionante. No llama la atención que en el relato de San Lucas se destaque la admiración que producía en algunos de los contemporáneos de Jesús. Con ese lenguaje suyo característico, el Señor aprovecha la ocasión para impartir una enseñanza que va mucho más allá de lo que significó la destrucción física del templo que, efectivamente, ocurriría en el año 70 d.C.
Las palabras que siguen a la pregunta un tanto temerosa y desconcertada sobre la fecha en la que sucedería este hecho —que para el judaísmo fue una catástrofe— entrañan diversos significados. Por un lado, anuncian que vendrán tiempos en los que muchos tratarán de “hacerse pasar por el Mesías”, prediciendo la cercanía del momento final. Por otro lado, Jesús describe una serie de hechos tremendos que sucederán en torno “al final”: Terremotos, hambre, guerras, espantosas señales en el cielo. Señala también persecuciones a causa de su Nombre. Es decir, que sus seguidores —los cristianos— sufrirán la cárcel, la división, la traición incluso de los más cercanos y hasta la muerte. Y todo esto por el hecho de ser cristianos.
Sobre este punto vale la pena hacer una breve reflexión. La persecución contra los cristianos, tal vez se puede pensar, es algo del pasado. Sabemos que durante los primeros siglos del cristianismo, en época del imperio romano, hubo muchos hombres, mujeres y niños que dieron su vida por Cristo. Y luego la historia se ha repetido a lo largo de estos dos mil años en diversas circunstancias. Lo que tal vez no sabemos —o no logramos estimar sus alcances— es que en el siglo XX ha habido más mártires que en los diecinueve siglos anteriores. Y en lo que va del XXI las cosas no han cambiado. De acuerdo con la Sociedad Internacional de Derechos Humanos, el 80% de las violaciones a la libertad religiosa que se cometen en el mundo están dirigidas en contra de cristianos. Las palabras del Señor Jesús no son, pues, cosa del pasado. Hoy hay persecución que en no pocos casos llega al derramamiento de sangre.
¿Qué nos dice esto? Lo primero sea, tal vez, tomar consciencia de un hecho sobre el que no se escribe mucho ni se le da cabida en los medios de comunicación, y rezar por esos hermanos y hermanas en la fe que sufren a causa del Nombre de Jesús. No olvidemos que, siendo parte del Cuerpo Místico de Cristo, cuando unos sufren, sufrimos todos y cuando unos se alegran todos nos alegramos. Por otro lado, consideremos también que, como lo han señalado los últimos Papas, en nuestras sociedades estamos presenciando una serie de fenómenos culturales que atentan contra los principios y valores evangélicos. No pocas veces, en nombre de la tolerancia, se cae en lo que Benedicto XVI llamaba la «dictadura del relativismo». Este fenómeno afecta la vivencia cotidiana de la fe de millones de personas a quienes, con mayor o menor sutileza, se nos pretende constreñir a “reducir” la fe al ámbito de lo privado. Y lo que se da a gran escala, se da también a mediana escala —en grupos sociales, entidades educativas y laborales— e incluso en el mismo seno de la vida familiar. Una vez más, las palabras de Jesús tienen plena vigencia, hoy y para cada uno de nosotros.
¿Qué hacer? El Señor Jesús nos invita a no dejarnos engañar por impostores que quizá anuncian un nuevo orden de cosas y un futuro promisorio para la humanidad donde la fe es innecesaria. Para ello, debemos siempre tener nuestros ojos fijos en Cristo, confiando en su Palabra y en que la Verdad que Él nos ha revelado y que resuena en el seno de la Iglesia es permanente y es camino de vida. Nos invita también a no tener miedo ante la persecución, la incomprensión, el odio, o incluso la muerte. Con confianza, debemos ver en todo ello una ocasión para crecer en la fe, en la esperanza y para vivir la caridad, pues como Él mismo nos lo indica: «Así tendrán ocasión de dar testimonio de Mí».
Finalmente, Jesús nos alienta a cultivar de modo especial una virtud muy propia del cristiano: «Gracias a la constancia —dice— salvarán sus vidas». Una frase para meditar e interiorizar con detenimiento. La constancia —en griego hypomoné— nos habla de permanecer firmes ante las dificultades. ¿Firmes sobre qué? ¿Qué es lo que nos da fortaleza, consistencia, cuando los vientos y las olas embravecidas amenazan con voltear nuestra barca? ¿Dónde está puesta nuestra confianza? ¿Podemos decir con San Pablo que “sabemos en quién hemos puesto nuestra confianza” (ver 2Tim 1,12)?
Una de las grandes virtudes de atravesar por dificultades que nos sobrepasan quizá esté en lo mucho que nos ayuda a experimentar nuestra insuficiencia. ¿La grandeza de una persona no radica, en muchos casos, en saber reconocer su propia pequeñez? Ese reconocimiento nos permite poner, de manera real y efectiva, toda nuestra confianza en el Señor. Entonces, como decía San Juan Pablo II, las «palabras de Jesús eliminan de nuestro corazón toda forma de miedo y angustia, abriéndonos a la consoladora certeza de que la vida y la historia de los hombres, a pesar de sucesos a menudo dramáticos, siguen firmemente en las manos de Dios. A quien pone su confianza en Él, el Señor le promete la salvación: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”».