Por Kenneth Pierce
Hay personas a las que el Señor llama a una vida de clausura. A lo largo de los siglos en la historia de la Iglesia, hombres y mujeres se han apartado del mundo reconociendo un llamado particular de Dios. Su vida nos puede enseñar algo muy interesante acerca de la vida cristiana pues ellos, como todos nosotros, están también llamados a la perfección de la caridad.
Estos hermanos nuestros, monjes y ermitaños, viven la caridad incluso en la soledad de su llamado particular, en buena medida a través de la oración. En esa experiencia se descubren no solo profundamente acompañados por Dios, sino también hijos de la Iglesia, compañeros de todos aquellos que nos encontramos en medio del mundo y que procuramos avanzar por el camino de la santidad.
Sabemos que la caridad no espera nada en retorno, y que muchas veces la podemos vivir en la generosa entrega de un acto anónimo, cuyo único testigo quizás no es nadie más que Dios. En esas pequeñas acciones, sin embargo, podemos descubrir de modo privilegiado lo hermoso y grandioso de pertenecer al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Quien vive la caridad nunca se queda solo. Quien da, nunca se queda vacío. Sea en la soledad de un monasterio, como en el anonimato de una ciudad moderna, la caridad hace presente a Dios –que es Padre, Hijo y Espíritu Santo– en nuestras vidas, y nos acerca a una humanidad doliente que clama con ansias y necesita con urgencia un testimonio de amor.
Quien hace presente el amor de Dios en medio del mundo nunca caminará solo.