El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama.

Extractos de la Catequesis del Santo Padre del 23 de Mayo.

El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos densas afirmaciones nos hablan del envío y de la acogida del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo Unigénito, y nos pone en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial similar a la de Jesús, aunque si el origen es distinto y diferente es también la importancia: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, nosotros en cambio nos convertimos hijos en Él, en el tiempo, mediante la fe y los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, gracias a estos dos sacramentos estamos inmersos en el misterio pascual de Cristo.

Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el gran consuelo que contiene la palabra “padre” con la que podemos dirigirnos a Dios en oración, porque la figura paterna a menudo hoy en día no suele estar suficientemente presente y a menudo no es lo suficientemente positiva en la vida cotidiana.

“Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo”(Mt. 5:44-45). Es el amor de Jesús, el Hijo unigénito – que viene con el don de sí mismo en la cruz – quien nos revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito del amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, el egoísmo típicos del hombre viejo.

Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer es un milagro de Dios, es querido por Él, y es conocido personalmente por Él. Cuando en el libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1,27), se quiere expresar precisamente esta realidad: Dios es nuestro Padre, por medio de Él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Una palabra en los Salmos siempre me conmueve cuando la rezo: “Tus manos me formaron”, dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir en esta bella imagen la relación personal con Dios. Tus manos me formaron. Tú me has pensado, creado y querido.

nosotros tenemos que volvernos hijos de Dios cada vez más, a los largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con Él, para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene nuestra vida. Ésta es la realidad fundamental que se nos abre cuando nosotros nos abrimos al Espíritu Santo y Él hace que nos dirijamos a Dios diciéndole «Abbá!», Padre. Verdaderamente entramos más allá de la creación, en la adopción con Jesús quedamos realmente unidos en Dios, como hijos en un modo nuevo y en una dimensión nueva.

La oración cristiana no se realiza nunca en sentido único, de nosotros a Dios, no es sólo una acción nuestra, sino que es expresión de una relación recíproca, en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo que clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso proviene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos rezar si no estuviera inscrito en lo profundo de nuestro corazón el anhelo de Dios, el ser hijos de Dios.

Cuando nos dirigimos al Padre nuestro en nuestra celda interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. El que habla con Dios nunca está solo. Estamos en la gran oración de la Iglesia, formamos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida en cada parte de la tierra y en todo tiempo eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos – y éste es un elemento de riqueza -, pero la melodía de alabanza es única y armoniosa. Por lo que cada vez que clamamos y decimos «¡Abbá! ¡Padre!» es la Iglesia – toda la comunión de los hombres en oración – la que sostiene nuestra invocación y nuestra invocación es la invocación de la Iglesia.

La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace clamar «¡Abbá! ¡Padre!» con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en la que cada uno tiene un lugar y un rol importante, en profunda unidad con todo el conjunto.

Nosotros aprendemos a clamar «¡Abbá!, ¡Padre!» también con María, la Madre del Hijo de Dios. El cumplimiento de la plenitud del tiempo, de la que habla San Pablo en la Carta a los Gálatas, sucede en el momento del «sí» de María, de su adhesión plena a la voluntad de Dios: «Heme aquí, soy la sierva del Señor» (Lc 1,38)

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a saborear en nuestra oración la belleza de ser amigos, aún más hijos de Dios, de poderlo invocar con la familiaridad y la confianza que tiene un niño hacia sus padres que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo, para que clame en nosotros «¡Abbá! ¡Padre!» y para que nuestra oración cambie, convierta constantemente nuestro pensar y nuestro actuar, para hacerlo cada vez más conforme al del Hijo Unigénito, Jesucristo. Gracias.

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