Por Kenneth Pierce
En nuestra vida diaria hay diversas maneras de vivir la caridad. La primera que viene a la mente es la solidaridad con los más necesitados, la ayuda a los pobres, a aquellos que sufren o pasan por momentos de tribulación. La caridad nos mueve, por ejemplo, a dar limosna según nuestras posibilidades, a colaborar en obras sociales —no sólo con dinero, también con nuestro tiempo y capacidades—, y a ser solidarios con los enfermos.
Ahora bien, si la caridad se vive de modo especial atendiendo las necesidades de los demás, ¿qué mayor necesidad que el hambre de Dios? El anuncio del Evangelio es también una concreción de la caridad que podemos vivir en nuestro día a día. Llevar al Señor Jesús, dar testimonio y proclamar el amor de Dios por la humanidad a quienes se han alejado de Él o no lo conocen, es el mayor bien que podemos ofrecer.
«Ay de mí si no predicara el Evangelio» , exclamaba San Pablo, movido por la urgencia de anunciar a Cristo. «La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar mediante el testimonio… Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores» , explicaba el Papa Pablo VI.
El Papa, además, añadía: «El más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” —, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús. La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios».
La caridad auténtica siempre es, de un modo u otro, anuncio del amor de Dios. Es decir, es apostolado.