Por Kenneth Pierce
El cristianismo está siempre muy relacionado con la alegría. Jesús era una persona alegre. Los discípulos, con seguridad, en ocasiones se divirtieron mucho con Jesús, como lo haría sanamente cualquier grupo de amigos.
La alegría, a su vez, tiene una íntima relación con la virtud de la esperanza. Por más dificultades que hallemos la esperanza nos recuerda que Dios siempre está con nosotros y nos da su fuerza, y eso es fuente inagotable de alegría.
San Pablo lo señaló con mucha claridad. «Estén siempre alegres en el Señor» escribió a los Filipenses, añadiendo: «El Señor está cerca». Esa cercanía del Señor la experimentamos de modo especial en aquellos momentos que recordamos su presencia entre nosotros. La Navidad, o la Pascua, son por ejemplo ocasiones privilegiadas para recordarlo.
Sin embargo, a veces pasan los días, las semanas, y el ritmo de la vida, del trabajo, de las ocupaciones y preocupaciones, o incluso de las frustraciones, quizás vaya sumiéndonos en un horizonte más plano. No debe, sin embargo, ser razón para perder de vista la cercanía de Dios, ni la alegría, ni mucho menos la esperanza.
Dios no solo está con nosotros en momentos determinados como la Navidad o la Pascua o algún aniversario. Dios está siempre cerca. ¿Dónde está Dios? A una oración de distancia. Muchas veces nos preguntamos por El, nos damos cuenta que lo necesitamos, que buscamos su ayuda. Nos olvidamos, tantas veces, que está muy, muy cerca, y que basta que elevemos un poco el espíritu para poder dirigirnos a El. Dios nos escucha y responde siempre. No importa el momento, no importa la circunstancia. Está constantemente a nuestro lado, y su puerta permanece siempre abierta, en toda ocasión, pues es tercamente fiel a sus promesas.
La esperanza es propia del cristiano, como lo es la alegría que brota de ella. Van siempre juntas, haciéndonos en la tierra ciudadanos del cielo.