Domingo con Xto: Vio y creyó: ¡Ha resucitado!

Vio y creyó: ¡Ha resucitado!

Por Ignacio Blanco

Ha resucitado

Evangelio según san Juan 20,1-9

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando aún estaba oscuro, y vio la piedra quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo y fueron rápidamente al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.

¿Qué pensamientos y sentimientos habrán experimentado los amigos del Maestro luego de la muerte de Jesús? Días terribles. Desde una perspectiva, todo había terminado: Jesús yacía muerto en un sepulcro. La maravillosa experiencia de seguir sus pasos durante tres años encontró de pronto un final abrupto y violento. En pocas horas todo se vino abajo: la traición de uno de los doce; las negaciones de Pedro; el temor que se apoderó de todos y los llevó a abandonar al Señor; el loquerío del pueblo que pide su crucifixión; la Pasión despiadada y sangrienta, la Muerte brutal. ¡Cuántos recuerdos se habrán agolpado sobre sus corazones en esos momentos en los que la oscuridad cubrió la tierra! ¿Habrán discutido, especulado, esgrimido opiniones de diversa índole tratando de explicarse lo que parecía un triste final? Seguramente no faltaron los sentimientos encontrados, el miedo, la incertidumbre, la desilusión…

Recordemos que este grupo de hombres y mujeres, seguidores de Cristo, eran gente como nosotros. Con sus problemas, anhelos, grandezas y miserias, personas sencillas de su tiempo que de un momento a otro sintieron el llamado para seguir los pasos de un hombre que se llamaba Jesús. Desde entonces, ¡compartieron tanto con Él! Escucharon su predicación, vieron sus milagros, experimentaron el poder de su palabra, la fascinación de su presencia. Caminaron juntos, comieron juntos, seguramente rieron juntos muchas veces. Lo vieron llorar, rezar a solas, curar, realizar todo tipo de milagros. También sintieron desconcierto y quizá cierta frustración por no entender del todo al Maestro. Presenciaron cosas y lo escucharon decir palabras cuyo alcance se les escapaba. Y, con todo, lo siguieron paso a paso hasta Jerusalén donde había sucedido el trágico final. Luego de su muerte en la Cruz se preguntaban incrédulos: ¿Qué paso? ¿Y ahora qué?

En medio de esa experiencia confusa, atemorizada, en la que tal vez se debatían entre recuerdos y posibilidades, llega la noticia de la Magdalena: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Como un baldazo de agua helada o un trueno ensordecedor, esas palabras interrumpieron el mar agitado de sus sentimientos y los puso frente a un hecho desconcertante: El Cuerpo no está en el sepulcro.

Pedro y Juan echaron a correr. No es difícil entrever en el corazón de estos dos apóstoles la premura por ver con sus propios ojos lo que les anunció la Magdalena. El Evangelio nos da testimonio de ese momento conmovedor en el que entran en el sepulcro vacío y encuentran las vendas y el sudario pero no el Cuerpo de Jesús. Nos dice también el Evangelio que hasta entonces no habían entendido lo que el mismo Señor les había anunciado: «que Él había de resucitar de entre los muertos». Ahora sí creen; ¡han visto y han creído! ¡Jesús ha resucitado!

Muchas experiencias e ideas, rutinas y modas culturales, buscan velar nuestros ojos y difuminar esa verdad que a los primeros cristianos se les apareció clara y distinta, les cambió la vida y se convirtió en el principal motor de su existencia: «que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1Cor 15,3-4). Esto es lo que celebramos en este día de luz y gloria y que constituye el fundamento de nuestra fe. ¿Creemos realmente en esto?

Celebrar el Domingo de Resurrección es la ocasión para volver a esa verdad esencial de nuestro ser cristianos: ¡Ha resucitado! «La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está muerte tu victoria?» (1Cor 15,55). Permitamos que este anuncio gozoso y potente ilumine nuestra existencia, cale hasta lo más profundo de nuestro ser. Quizá también nosotros nos debatimos —como los apóstoles y discípulos en su momento— entre dudas e incertidumbres, desconciertos y temores. A nosotros también nos alcanza hoy la luz frente a la cual ninguna tiniebla se resiste. Dejémonos sorprender por la fuerza extraordinaria de esa verdad siempre antigua y siempre nueva: ¡El Señor Jesús ha resucitado y nos ha reconciliado!

San Agustín nos exhorta, en este sentido: «ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo. Pero nadie es capaz de soltar estas amarras sin la ayuda de Aquel de quien dice el salmo: Rompiste mis cadenas. Y como dice también otro salmo: El Señor liberta a los cautivos, el Señor endereza a los que ya se doblan. Y nosotros, una vez libertados y enderezados, podemos seguir aquella luz de la que afirma: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Porque el Señor abre los ojos al ciego. Nuestros ojos, hermanos, son ahora iluminados por el colirio de la fe».

Renovemos nuestra fe en Cristo resucitado, caminando en compañía de Santa María, la mujer de la fe y de la esperanza inquebrantable, aquella que recibió primera la visita de su Hijo resucitado. Bajo sus cuidados maternales, iluminados por la Luz del mundo, demos gracias a Dios «que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo» y mantengámonos «firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor» (1Cor 15,57-58).

 

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