Vigilemos y oremos
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 21,25-28.34-36.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y del oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante la expectativa de lo que sobrevendrá al mundo, pues los astros temblarán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levántense, alcen la cabeza, porque se acerca su liberación. Tengan cuidado: que sus corazones no se entorpezcan por el exceso de comida, por las borracheras y las preocupaciones de la vida, porque entonces ese día caerá de improviso sobre ustedes; ese día será como una trampa en la que caerán atrapados todos los habitantes de la tierra. Estén siempre vigilantes y oren en todo tiempo, para escapar de todo lo que ha de ocurrir y puedan mantenerse en pie ante el Hijo del hombre.
El primer Domingo de Adviento da inicio a un nuevo año litúrgico durante el cual, Domingo a Domingo, recorremos los misterios centrales de nuestra fe en Cristo. El Adviento es un tiempo de preparación para celebrar el Nacimiento del Señor Jesús. Un tiempo que nos invita a reavivar en nuestro corazón, de la mano de nuestra Madre María, la virtud de la esperanza que se funda en la fe. La fe en que el Señor Jesús es el Hijo de Dios, que es nuestro Señor y nuestra victoria; en que Él nos fortalece y nos vivifica para seguirlo haciendo nuestra la esperanza.
El pasaje del Evangelio de san Lucas de este Domingo de Adviento nos invita a poner la mirada en el fin de los tiempos. Es lo que solemos llamar la última venida de Jesús. La primera fue su Encarnación, hace cerca de 2000 años, que es justamente lo que celebramos en la Navidad. La última será su venida de gloria, que marcará el fin de los tiempos. «En la primera venida fue envuelto en pañales y recostado en un pesebre; en la segunda aparecerá vestido de luz. En la primera sufrió la cruz; en la segunda vendrá lleno de poder y de gloria» (San Cirilo de Jerusalén).
El mensaje del Señor Jesús es claro: «Estén siempre vigilantes y oren en todo tiempo». Lejos de infundir temor, lo que Jesús nos dice apunta a renovarnos en una actitud de “alerta espiritual”. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir cultivar la vida de oración, el combate espiritual que nos mantenga en tensión de santidad. Para ello, como dice el Señor, no podemos dejar que nuestro corazón se “entorpezca”. Es decir, que se endurezca por el pecado, por la lejanía de Dios, por nuestras pocas o muchas negligencias o infidelidades al Evangelio. Esa “alerta espiritual” nos lleva también a profundizar en esa virtud a la que el Apóstol San Pedro nos exhorta en su segunda carta: la paciencia esperanzada y esforzada, la hypomone (término griego que utiliza san Pedro), que nos ayuda a sobrellevar las dificultades de la vida cristiana (que nunca faltan) desde la fe y la esperanza en Cristo.
Por otra parte, mirar el fin de los tiempos nos ayuda a tomar conciencia de que nuestra vida en este mundo es finita. Somos peregrinos y este mundo es frágil y pasajero. Las figuras que Jesús utiliza en el Evangelio son más que elocuentes: señales en el sol y las estrellas, en la tierra y el mar, los astros que tiemblan… Todas manifestaciones de realidades físicas que muestran su contingencia, su “fragilidad”, generando una experiencia de temor, de miedo, de ansiedad. Lo que normalmente creemos firme y seguro puede tambalearse y venirse abajo, y eso nos asusta. No significa esto que debamos minusvalorar el tiempo presente ni las realidades de este mundo. Significa sí darles su justo lugar desde el Plan de Dios. Pero significa sobre todo mirar a Jesús, escuchar su Palabra, para ubicarnos y ubicar en su justa dimensión los diversos aspectos de nuestra vida, teniéndolo siempre a Él como origen, centro y fin de todo. Esta perspectiva suscita en el corazón una gran confianza en la Providencia de Dios que está por encima de toda seguridad humana y terrenal.
Ahora bien, junto a la primera venida de Jesús —la Navidad—, y su última venida —al fin de los tiempos—, muchos autores espirituales invitan a tomar conciencia de que en la vida cristiana experimentamos una venida continua del Señor a nuestras vidas. Ésta se verifica de manera extraordinaria en la Eucaristía, pues en este Sacramento Jesús viene realmente a nosotros y se hace presente en medio de su Iglesia. El Señor se queda con nosotros en el Sagrario, invitándonos a visitarlo constantemente, a estar con Él. Seamos también conscientes de que Él está presente en todo momento y lugar —«en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28)— y por tanto el ejercicio de la presencia de Dios es fundamental en nuestra vida.
El tiempo de Adviento es un tiempo mariano por excelencia. ¿Por qué? Porque María es la Mujer de la Fe que nos enseña a vivir una esperanza activa; nos enseña a escuchar, acoger y hacer vida la Palabra de Dios; nos enseña a confiar por sobre todo en Dios y en su amoroso Plan; a vivir la alegría, otra característica de este tiempo, como algo que brota de un corazón en el que vive Jesús. Por ello iniciemos este tiempo en compañía de nuestra Madre, escuchando con reverencia y docilidad su indicación: «hagan lo que Él les diga».