Domingo con Xto: Un alimento que transforma nuestra vida

Un alimento que transforma nuestra vida

Por Ignacio Blanco

Corpus

Evangelio según San Lucas 9,11-17

En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la multitud del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: «Despide a la gente; que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado». Él les contestó: «Denles ustedes de comer». Ellos replicaron: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente». Porque eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos de alrededor de cincuenta». Lo hicieron así, y todos se sentaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

El s. XIII vio nacer en la cristiandad la fiesta del Corpus Christi. No es que antes no hubiera devoción a la Eucaristía pues la hubo desde el principio mismo de la vida de la Iglesia, como lo atestiguan los Hechos de los apóstoles que nos cuentan que los discípulos de Jesús: «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2,42). Una serie de circunstancias históricas y eclesiales fueron el marco para que luego de un proceso de maduración el Papa Urbano IV instituyese esta fiesta en el año 1264. Desde entonces paulatinamente se fue difundiendo por todo el mundo cristiano. Por cierto, fue con ocasión de esta fiesta que el Papa encargó a Santo Tomás de Aquino la elaboración de los textos del oficio litúrgico y la Misa, algunos de los cuales alimentan nuestra devoción eucarística hasta hoy. Pensemos, por ejemplo, en himnos como el Adoro te devote o el Pange lingua, cuya última estrofa, conocida como Tantum ergo, se canta en la reserva luego de la Exposición del Santísimo.

Es interesante notar que la celebración de esta festividad ha tenido desde sus inicios fervientes y públicas manifestaciones como, por ejemplo, la procesión del Santísimo por las calles de las ciudades. De hecho, en el origen de la institución de la fiesta del Corpus Christi hubo una procesión de un pueblo llamado Bolzano a otro llamado Orvieto (Italia), en la que se trasladaron las reliquias del milagro eucarístico ocurrido en el primero. Dependiendo de la idiosincrasia y las costumbres de pueblos y naciones, las expresiones en la plaza pública de la fe en la Eucaristía han cobrado diversos tintes y colores.

Esto nos habla de un asunto muy importante: la fe no es un asunto meramente privado, destinado a estar encerrado en la sacristía de las iglesias o aislado en la interioridad de las personas. La fe en Jesús, como lo vemos en el Evangelio, transforma la vida y por tanto genera un dinamismo evangelizador que busca irradiar —como la luz— e iluminar toda nuestra realidad. ¿No nos dijo Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida»? (Jn 8,12-13). Cuando el Señor Jesús, realmente presente en su Cuerpo y Sangre, se hace públicamente presente en nuestras ciudades, por ejemplo en la procesión del Corpus que se realiza en muchos países, nos recuerda que Él es el Señor y que si queremos que nuestra vida (personal y social) se construya sobre cimientos sólidos que aguanten remezones y dificultades no podemos olvidarnos de Él. Si lo hacemos, estaremos construyendo sobre arena.

Para que las expresiones públicas de nuestra fe en la sociedad sean cada vez más auténticas y apostólicas, deben ir acompañadas —y en cierto sentido también surgir— de la transformación del propio corazón. Jesús se acerca a cada uno de nosotros en la Eucaristía y nos dice: “déjame ser parte de tu vida y alimentarte (ver Ap 3,20). Tienes hambre y Yo soy el alimento para saciarte (ver Jn 6,54-55). Hay miles que mueren de hambre y sed y no me conocen: denles de comer”. Como discípulos del Maestro, hemos recibido esta responsabilidad. ¿Cómo podremos hacerlo? Al igual que los apóstoles ante la multitud hambrienta, cometeríamos un error si pensamos que el alimento lo tenemos que proporcionar nosotros. El único alimento verdadero es Cristo, y nosotros como discípulos suyos somos portadores de esa buena noticia. Así como alimentó a más de 5000 personas con unos pocos panes y peces, nos viene alimentando espiritualmente hace más de dos mil años, dándose Él mismo bajo la apariencia de pan y de vino.

El alimento corporal, una vez ingerido, es procesado y asimilado por nuestro organismo necesitado de nutrientes. Muy distinto es el caso cuando hablamos de alimentarnos de Jesús, el Pan de la Vida. Cuando nos acercamos a comulgar y recibimos al mismo Señor, nosotros somos asimilados por Él y somos hechos partícipes de su vida misma. No nos disolvemos en Él, sino que por el contrario al entrar en comunión con Él, al vernos configurados con Jesús, nos encontramos a nosotros mismos con mayor autenticidad. Es parte del misterio de amor que es la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Jesús. A ese punto nos ama Dios. Nos toca estar eternamente agradecidos con Él por tanto amor, visitarlo y adorarlo en el Santísimo. Y, ciertamente, acercarnos con la debida preparación a recibirlo en la Eucaristía para poder alimentarnos interiormente, unirnos a Él como lo está la vid con el sarmiento (ver Jn 15,1-8), vivir intensamente en Él la comunión entre nosotros, y compartir esta alegría con todo el mundo.

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