Por Ignacio Blanco
¿Tú creerías?
¿Hemos tenido alguna vez la experiencia de volver a la casa, el barrio o la ciudad donde crecimos y, de alguna manera, revivir muchos momentos de nuestra historia? Cosas tan triviales como los ambientes, los olores, el clima, a veces despiertan en la memoria una mezcla de experiencias y recuerdos. Cuánto más el encuentro con personas con las que compartimos los años de nuestra infancia y juventud. En el Evangelio de este Domingo vemos al Señor Jesús dirigirse acompañado de sus discípulos a Nazaret, el lugar donde Jesús niño y joven pasó buena parte de su vida. Creció junto a María y a José en ese pueblo. Allí aprendió de San José, como nos dice la tradición, el oficio de carpintero. Seguramente tendría allí mucho amigos de la infancia y juventud y el mismo Evangelio nos dice que era conocido por todos como el “hijo de María”. Vería nuevamente a mucha gente conocida, pasaría por los lugares que frecuentaba. No es descabellado pensar que la visita a este lugar habrá avivado la memoria de Jesús y le habrá despertado el deseo de anunciar la Buena Nueva a sus conocidos y parientes, haciéndolos partícipes de la salvación que vino a traer.
Sin embargo, la historia fue muy distinta. La predicación de Jesús en la Sinagoga despertó recelo y suspicacias en los habitantes de su pueblo. “Se escandalizaron” de sus palabras. «¿No es este el carpinterio?», se preguntaban. El Señor Jesús se encuentra cara a cara con la desconfianza y la incredulidad de sus amigos y conocidos. Jesús, nos dice el Evangelio, «se maravilló de su falta de fe» (Mc 6,6). ¡Qué dolor en el corazón de Jesús!
Si la semana pasada nos impresionábamos con el testimonio de fe de la mujer enferma y de Jairo, el padre de la niña muerta a la que el Señor le devuelve la vida, esta semana podemos asombrarnos y desconcertarnos ante la cerrazón y la falta de fe de los amigos, conocidos y parientes de Jesús. Podemos tal vez en un primer momento indignarnos con esas personas. Tenían delante de sus ojos al Mesías, a Dios hecho hombre, y no supieron aprovechar la ocasión. Incluso podemos pensar que si nosotros hubiésemos estado allí, en la Sinagoga, escuchando a Jesús y hubiésemos escuchado el testimonio de sus milagros, sí hubiéramos creído en Él.
Pero, si lo pensamos con calma y somos sinceros, ¿no descubrimos tal vez en nuestra propia vida un poco —o mucho— de la cerrazón de los parientes y amigos de Jesús? El Señor nos invita a examinarnos con franqueza y sin miedo. No dejemos pasar la oportunidad y hagámoslo a la luz del Evangelio y en presencia de Dios.
Hoy el Señor Jesús está presente en nuestra vida de diversas maneras, siempre buscando nuestra felicidad y salvación. Tal vez está actuando por medio de personas conocidas y haciéndose presente en situaciones de las más cercanas y cotidianas. Y justamente por eso no lo vemos. ¡Rompamos las anteojeras de la rutina! Limpiemos nuestra vista con el colirio de la fe. Así podremos abrir los ojos del corazón y percibir el rostro del Señor. Así descubriremos que Él está presente en nuestra vida, hoy. Y sobre todo seremos capaces de reconocerlo y adorarlo realmente presente en la Eucaristía, de reconocerlo y acogerlo en la proclamación de su Palabra.
Una vez más, y no nos cansemos nunca, exclamemos con humildad y confianza: ¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe! Acudamos a Santa María, la Mujer de la Fe, y por su intercesión pidámosle al Señor que nos conceda una fe preciosa como la de su Madre y como la de los Apóstoles. Pongamos todo de nuestra parte para vivir coherentemente con lo que creemos.