Domingo con Xto: ¿Soy un hipócrita?

Por Ignacio Blanco

¿Soy un hipócrita?

Dura e incómoda palabra: hipocresía. El Señor Jesús la dirige muchas veces, y con energía, a los fariseos de su época. Les dice también, entre otras cosas, que son ciegos, duros de corazón, aferrados a la letra que mata pero incapaces de ver el espíritu que da vida, incoherentes entre lo que exigen hacer a otros y lo que ellos hacen, dobles, orgullosos y pagados de sí mismos. Nadie quisiera estar en ese grupo de personas que merece tan tremendas llamadas de atención por parte de Jesús. Bueno, pues, tal vez el primer paso para no ser un hipócrita es preguntarse con sinceridad, a la luz del Evangelio: ¿soy un hipócrita? ¿Estás dispuesto?

En el pasaje del Evangelio, luego de haber escuchado la queja de los fariseos acerca de que los discípulos comían sin haber cumplido el precepto de lavarse las manos, Cristo reprende a los fariseos y con palabras del profeta Isaías denuncia su hipocresía. Los fariseos se han quedado apegados al legalismo, vaciando de su verdadero contenido las normas rituales; por una parte son muy estrictos en cumplir con ciertos ritos y tradiciones, pero su corazón está alejado de Dios (o como dice el Señor en otra parte, son capaces de filtrar un mosquito pero dejan pasar un camello [ver Mt 23,24]). Son, pues, dobles, hipócritas. El Maestro aprovecha la ocasión para enseñar a todos lo que estaban por ahí y les dice: nada hay fuera del hombre que pueda mancharlo; lo que sale de dentro, del corazón, es lo que hace impuro al hombre (ver Mc 7,20-23).

Estas dos enseñanzas de Jesús nos llevan a un punto fundamental de su mensaje: es necesario ir a lo esencial. Los fariseos se han quedado en lo exterior, han endurecido y nublado su corazón y son incapaces de ver lo esencial, y desde ahí vitalizar las costumbres y ritos que no tienen en sí nada de malo. El ideal de una vida pura, santa, invita a ir al fondo del corazón, abriendo el interior a la luz que es Cristo y procurando vivir según la verdad que Él nos enseña. En este sentido, en el combate espiritual le vamos ganando terreno a la hipocresía en la medida en que nos vamos purificando interiormente y nuestra vida es cada vez más coherente con la fe que profesamos. Un sacerdote decía que siendo cristiano de verdad, cada día se es menos hipócrita. Es decir, cada día se vive con mayor autenticidad, sin dobleces.

¿Soy un hipócrita? Pregunta tal vez difícil de afrontar, pero necesaria para la propia salud espiritual. Y más necesaria aún cuando consideramos algo que está implicado en las palabras de Jesús: conforme se va ampliando la brecha entre lo que uno piensa o siente y lo que dice o hace, se cae víctima del propio engaño. «El hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a otros» decía Jaime Balmes —un notable filósofo y sacerdote español— y junto a él son numerosos los autores espirituales que nos previenen de uno de los mayores riesgos de la hipocresía: el autoengaño. A punta de disimular y engañar a otros, el hipócrita termina engañándose a sí mismo. Y ese sea tal vez el peor mal que uno pueda sufrir: estar enfermo y no querer saberlo; estar ciego y creer que se ve.

¿Cuál es el mejor antídoto contra la hipocresía? La verdad. La luz de la verdad hace retroceder las tinieblas del engaño. Con la claridad y precisión propia de su lenguaje, el Catecismo de la Iglesia nos enseña que «la verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía».

Acaso preguntaremos como Pilato: “y, ¿qué es la verdad?” ¡No! La verdad tiene un nombre y un rostro: Jesús, el Hijo de María. Conocer la verdad es ante todo conocerlo a Él; caminar en la verdad es seguir sus enseñanzas; vivir en la verdad es permanecer en Él. Eso es lo esencial. De ahí se deriva todo lo demás y todo encuentra así su sentido en Él. Hagamos vida la recomendación del Apóstol San Juan que nos dice: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad» (1Jn 3, 18-19).

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