Domingo con Xto: Somos templo de Dios

Somos templo de Dios

Por Ignacio Blanco

Templo

Evangelio según san Juan 2,13-22

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”. Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”. Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Este Domingo celebramos con toda la Iglesia la dedicación de la Basílica romana de San Juan de Letrán. ¿Por qué celebramos la dedicación de esta iglesia? Esta basílica fue la primera en ser construida, en el s. IV, luego de que el emperador Constantino declarase la libertad de culto en el imperio, y es conocida como la “madre y cabeza de todas las iglesias de la urbe (de Roma) y del orbe (del mundo entero)”. San Juan de Letrán —y no San Pedro como quizá pudiéramos pensar— es la Catedral del Papa. Por ello, celebrar la dedicación de este imponente y hermoso edificio consagrado al culto a Dios nuestro Salvador es también un signo de comunión con el Obispo de Roma, con el Papa.

En el pasaje del Evangelio de Juan que se lee en esta fiesta vemos al Señor Jesús echar del templo de Jerusalén a los vendedores y cambistas. El Evangelio habla de que los echó con un azote de cordeles e incluso menciona que los discípulos recordaron, al ver la actitud de Jesús, aquellas palabras de la Escritura: «El celo de tu casa me devora». Jesús no tolera que hayan convertido en un mercado la casa de su Padre. Ante este pasaje se ha hablado de la “santa ira” del Señor, de cómo Él no tiene falsos respetos humanos cuando se trata de poner las cosas en su sitio, de cómo hay ciertos momentos en la vida en los que es necesario ser firmes y tomar acciones decididas siempre llevados por la caridad y el celo por Dios.

Si consideramos el conjunto de las lecturas de esta fiesta, vemos con claridad cómo hay un nivel más profundo de significado. El profeta Ezequiel narra una visión en la que observa cómo del templo brota un río de agua que desembocará en un mar de agua salobre y lo saneará. «Quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que se llegue la corriente» dice. Y más adelante añade que en las orillas del río crecerán toda clase de frutales; darán fruto abundante y no se marchitarán «porque los riegan aguas que manan del santuario». ¡Qué hermosas y sugestivas figuras! Nos transmiten frescura, salud, vida.

Del templo mana agua viva y vivificante. Ese templo es el que Jesús purifica de los vendedores y cambistas. Sin embargo, en el evangelio el Señor va más allá. «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré» les dice a los judíos. Como anota el evangelista, no hablaba del templo hecho de piedras sino del templo de su Cuerpo que muerto en la Cruz iba a resucitar victorioso y glorioso a los tres días. Nuestro Señor y Maestro nos va llevando, de lo exterior a lo interior, a diversos niveles de significado de sus hechos y palabras. El templo físico, construido por los hombres con piedras, arena y agua, es símbolo de algo mucho más profundo; el templo de Jerusalén, que significaba la presencia de Dios, va dando paso a una realidad impensablemente más sólida y consistente; la Iglesia de Dios se edifica sobre su piedra angular, que es Cristo, y está constituida por «piedras vivas» (ver 1Pe 2,5) que somos todos los cristianos, bautizados en el agua salvadora que brota del templo del Cuerpo de Cristo resucitado. Y es que «el templo de ladrillos es símbolo de la Iglesia viva, la comunidad cristiana» (Benedicto XVI).

El Espíritu nos lleva, en las palabras del Apóstol San Pablo, un paso más allá y nos hace una pregunta inquietante: «¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?» (1Cor 3,16). Cada uno de nosotros es templo de Dios en el que habita el Espíritu Santo. Creados por Dios a su imagen y semejanza, rescatados del pecado y reconciliados por Cristo, somos verdaderos “templos” en los que Dios quiere habitar. «Si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas —nos dice San Cesáreo de Arlés—, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos levantados por los hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por Él mismo, que es su arquitecto».

El Señor Jesús así como echó del Templo de Jerusalén a los mercaderes y cambistas ha expulsado de nuestro corazón a todos los demonios que buscan profanar el templo de Dios. En cada uno queda la tarea, con la fuerza del Espíritu que nos sostiene e impulsa, de mantener ese templo “limpio”, “ordenado” y bien dispuesto. En este sentido, el mismo San Cesáreo nos exhorta: «Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella. ¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los Cielos».

 

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