Por Ignacio Blanco
¿Quieres la vida eterna?
Podemos encontrar muchas similitudes entre el Evangelio del Domingo pasado y el de este Domingo. Uno es continuación del otro, y efectivamente hay frases y términos en el discurso de Jesús que son muy semejantes. Sin embargo, dentro de las muchas cosas que particularizan las palabras de Jesús este Domingo, nos vamos a detener en una: la insistencia del Señor en que el pan que nos ofrece nos da la vida eterna.
Ante las murmuraciones de los judíos, entre otras cosas Jesús les refresca la memoria y les recuerda que sus antepasados comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Y añade, refiriéndose a sí mismo: «este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera» (Jn 6,50). Sabemos, como enseña el Papa Juan Pablo II, que «además del hambre física, el hombre lleva en sí también otra hambre, un hambre más fundamental, que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose Él mismo en el “pan vivo” que “da la vida al mundo”».
A esa hambre de vida, interior, profunda, nos remite el Señor. “Hambre de eternidad” la llama el Papa. Expresión muy significativa, que dice tanto. Somos seres que vivimos en el tiempo y sin embargo tenemos hambre de eternidad. Sabemos que vamos a morir. Es más, de las pocas cosas que podemos estar totalmente ciertos en esta vida es que un día moriremos. ¿Cuándo? No lo sabe nadie. Pero sí que moriremos. Junto a ello, tenemos la experiencia de anhelar la eternidad, y la fe nos da la certeza de que con la muerte no acaba nuestra existencia. Se transforma, pasamos a la “otra vida”, la que no acaba y por eso la llamamos “vida eterna”.
¿Quieres la vida eterna? A la vida eterna vamos a llegar todos. El asunto es si la vivirás con Cristo, o lejos de Él. Si la eternidad la vivimos con Dios o lejos de Él depende de lo que hagamos en esta vida terrena con la gracia que Él nos da. ¿Pensamos suficiente en estos temas? A veces parecería que no. A la luz de ese horizonte de eternidad, muchas cosas en nuestra vida de aquí y ahora cobrarían otro color, ¿no? Urgencias, prioridades, qué es lo necesario, qué es lo importante, qué lo accesorio…
¿Qué relación —si cabe la palabra— hay entre la Eucaristía (el Pan vivo que es Jesús) y la “vida eterna”? Tal vez hemos escuchado alguna vez decir, o lo hemos leído, que la Eucaristía es “prenda de la vida eterna”. Es decir, es garantía, seguridad de esa vida futura. Es adelanto de la felicidad eterna que viven por toda la eternidad los que mueren en Cristo. ¿Por qué? El Compendio del Catecismo nos da una respuesta muy concisa: «La Eucaristía es prenda de la gloria futura —nos dice— porque nos colma de toda gracia y bendición del Cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo, sentado a la derecha del Padre, a la Iglesia del Cielo, a la Santísima Virgen y a todos los santos».
Es impresionante constatar cómo esta certeza de fe está viva en la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo. Los discípulos de Jesús acogieron su mensaje y vivieron este peregrinar en la tierra alimentados y nutridos por el Pan de vida, garantía de la vida eterna. En este sentido San Ignacio de Antioquía, mártir del s. II, tiene en una de sus cartas unas palabras muy hermosas: «En la Eucaristía, nosotros partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto no para morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre». ¡Vivir en Jesucristo para siempre! ¿No es eso lo que anhelamos? ¿No es eso en el fondo el ideal de ser cristiano, discípulo de Jesús? ¿No es eso lo que nos enseña María, la perfecta discípula?
«El que coma de este pan vivirá eternamente» (Jn 6,51). Cada vez que participas en la Eucaristía tienes ocasión de hacerlo. Cada Domingo, día del Señor, tienes ocasión de prepararte, abrirle tu corazón y dejarte alimentar por Él, recibiendo su Vida.