Domingo con Xto: ¿Qué opinaría un niño del divorcio?

¿Qué opinaría un niño del divorcio?

Por Ignacio Blanco

Evangelio según San Marcos 10,2-16.

Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión: “¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?”. El les respondió: “¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?”. Ellos dijeron: “Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella”. Entonces Jesús les respondió: “Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Cuando regresaron a la casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. El les dijo: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro, también comete adulterio”.

Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.

 

Jesús habla fuerte y claro de la esencia del matrimonio y de la imposibilidad de romper la unión que se crea entre el hombre y la mujer. ¿Por qué inmediatamente después bendice a los niños —a quienes los apóstoles trataron de apartar— y dice que el Reino de los cielos le pertenece a los que son como ellos? Lo que a primera vista podría parecer un sinsentido nos da una clave para reflexionar en la enseñanza del Señor.

Quizás esta mención a los niños nos dé un punto de partida para aproximarnos a las palabras de Jesús sobre el matrimonio, el divorcio y la unión indisoluble del hombre y la mujer casados.

Son muchas las características que podríamos enumerar en los niños. Detengámonos en una que es esencial y abarca muchas otras. Todo niño o niña es siempre hijo o hija. Si existe un niño es porque es hijo de alguien. La relación con el papá y la mamá es fundamental. A menor edad de la criatura, con mayor fuerza se percibe la dependencia total que tiene el niño de sus padres. De esa relación dependerá en gran medida la evolución psicológica y espiritual de la criatura. Ser hijo no es, pues, algo accidental. Por el contrario, es algo que sella nuestra identidad más profunda. Y el primer punto de referencia de esa condición de hijos son, evidentemente, los padres.

Desde esta perspectiva, ¿qué es lo que espera un niño o una niña de sus padres? Aunque suene un poco tonto, tal vez lo que más anhela un niño es que sus papás “ejerzan” su maternidad y paternidad en la familia. El ambiente natural y propicio para que eso suceda no es otro que la unión de amor profundo e indisoluble entre el padre y la madre. El amor duradero, que no desconoce los problemas y las pruebas pero que se sobrepone a ellas porque es más hondo y se enraíza en Cristo, es tal vez el primer alimento de la vida espiritual de todo niño. Es la primera experiencia que un niño tiene de lo que es el amor. En ese sentido, el hijo o la hija verán en el amor de sus padres —en el amor que se tienen entre sí— el primer reflejo de lo que es el amor de Dios. ¡Qué responsabilidad! ¡Y también qué camino más hermoso! Así, pues, si un bebé o un niño pudiera decirle a Jesús lo que piensa de su enseñanza sobre el matrimonio, sobre el amor entre su papá y su mamá, tal vez le diría algo como: “Tú sabes lo que necesito; Tú sí que entiendes”.

Ante la pregunta astuta de los fariseos, el Señor Jesús se remite al proyecto original de Dios que nos creó por amor, y para vivir el amor, y suprime la “concesión” que había hecho Moisés que permitía repudiar a la mujer en algunos casos. El Maestro nos enseña la verdadera naturaleza del matrimonio que, en perfecta consonancia con el designio creador de Dios, es ahora elevado a ser un sacramento, un signo del amor salvífico de Dios que santifica y sella indisolublemente esa unión: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».

Este horizonte que nos remite a lo esencial y fundamental, lejos de hacernos perder de vista el drama que viven tantas familias por el divorcio de los padres, nos debe ayudar a encontrar en Jesús la fuerza y las luces para poder afrontar situaciones muchas veces difíciles y duras. «Sé bien —decía en una ocasión Juan Pablo II— que este aspecto de la ética del matrimonio es uno de los más exigentes y que, a veces, se dan situaciones matrimoniales verdaderamente difíciles e, incluso, dramáticas. La Iglesia procura tener conciencia de esas situaciones, con la misma actitud de Cristo misericordioso».

En un clima cultural y social tantas veces confuso y relativista, el Señor habla claro y dice las cosas como son. Y lo hace porque nos ama y quiere lo mejor para nosotros. Él ha venido a salvar, no a condenar (ver Jn 12,47). Si somos discípulos de Cristo tenemos que ser fieles a sus enseñanzas, aun cuando éstas vayan contra corriente y sean incomprendidas por los demás. Y tenemos también que procurar, con verdad y caridad, hacer cercano el perdón, la esperanza y el amor de Dios a tantas personas que sufren las consecuencias de una ruptura familiar.

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