“No tengan miedo, soy Yo”
por Ignacio Blanco E.
Tomemos dos aspectos del Evangelio de este Domingo que pueden ser de ayuda en nuestros esfuerzos por vivir en Cristo. En primer lugar, fijémonos en las primeras frases del Evangelio. Son las palabras finales del pasaje de los discípulos de Emaús: «contaban los discípulos (los dos a quienes Jesús les salió al encuentro) lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan». Lo reconocieron al partir el pan. Hasta ese momento no se habían dado cuenta quién era. Estaban bajo los efectos de la ceguera que produce el miedo, la decepción, el subjetivismo. Jesús resucitado les había hablado, les había increpado su falta de fe y su dureza de corazón, les había explicado las Escrituras, y no se habían dado cuenta que era Él. ¿Cuántas veces no nos pasa que andamos por los caminos de la vida y Dios nos sale al encuentro y no lo reconocemos? Ciertamente no se nos presentará físicamente. Pero Él está ahí, actuando y hablándonos de diversas formas. Dentro de ellas, algunas destacan por encima de todas: nos habla con su Palabra cuando se nos predica el Evangelio; y se hace realmente presente en la Eucaristía cuando el pan y el vino se consagran y se convierten verdaderamente en su Cuerpo y su Sangre. Ahí está Él. ¿Lo reconocemos? O nos ciegan nuestros problemas, preocupaciones, subjetivismos. Tenemos que disponernos interiormente de la mejor manera, especialmente para participar en la Eucaristía. Pero también procuremos mantener esa actitud de apertura y reverencia en todo momento. Nos sorprenderá cuán presente está Dios en nuestra vida. Y tal vez también nos sorprenda cuán poco lo notamos.
Un segundo aspecto que llama la atención es la atmósfera de encuentro e intimidad que el Señor Jesús Resucitado genera en torno a sí. Dice el Evangelio que Jesús se presenta en medio de ellos y les dice: “Paz a ustedes”. Los discípulos al verlo se asustaron, y Jesús inmediatamente los cuestiona: ¿por qué se asustan? ¿Por qué tienen dudas? El Señor va inmediatamente al punto: les falta fe. Y los alienta, con esa connaturalidad divina que sólo Él sabe generar, a tocarlo, a mirar sus manos, sus pies. Como si les dijera: “No tengan miedo, no se asusten”. Y por si fuera poco, como todavía no creían lo que veían, les pide algo para comer. Y come un poco de pescado como para que no quepa duda de que no es un fantasma. El Señor suscita una serie de experiencias que ayudan a los discípulos a ir perdiendo el miedo, y va dando lugar al encuentro de fe. Todos los bautizados hemos recibido ese don de la fe. Si tú eres bautizado, tienes el don de la fe. Y nuestra vida en Cristo justamente es un camino para acoger ese don y con la gracia de Dios ir creciendo en esa fe, conociendo cada vez más al Señor Jesús, amándolo y viviendo según sus enseñanzas. Esto lo resalta claramente San Juan en la segunda lectura: «Quien dice: “Yo lo conozco”, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en Él» (1Jn 1-5). Conocer a Jesús, amar a Jesús y vivir según sus mandamientos.
No tengamos miedo. A nosotros Jesús también nos dice: “no te asustes, soy Yo. Escucha mi Palabra, acógela en tu corazón, vive según mi Evangelio. No tengas miedo. Ábreme la puerta de tu corazón, acógeme en tu casa y cenaremos juntos (ver Ap 3,20). Visítame en la Eucaristía. ¡No tengas miedo!”. María, cuando era una adolescente, no tuvo miedo y escuchó la Palabra de Dios. Ella es el ejemplo que tenemos que seguir. Ella nos ayudará y alentará porque es nuestra Madre, es la Madre de la fe.