Por Ignacio Blanco
¿Necesitas que te obliguen a respirar?
La multiplicación de los panes nos muestra cuán infinitamente grande es el amor y la generosidad de Dios. El Señor Jesús compadecido de la multitud, luego de haberles «enseñado muchas cosas» —como escuchamos el Domingo pasado—se encuentra con una situación concreta que atender. Miles de personas lo seguían, llegaba el final del día, estaban en un lugar apartado y la gente no había comido. ¿Qué hace Jesús?
En el Evangelio según san Juan se nos narra que Cristo, al ver el gentío, le pregunta a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?». Jesús no da puntada sin hilo. La pregunta invita a algo más. El mismo evangelista señala que Jesús le hizo la pregunta «para ponerlo a prueba». Felipe responde: «Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan». Y Andrés, otro de los apóstoles —el hermano de Pedro—, parece ir un poco más allá y le dice al Señor: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?».
La desproporción es evidente: cinco panes y dos peces para alimentar a miles de personas (5000 hombres en la versión del mismo pasaje según san Marcos). Esa “desproporción” es signo de otra mucho mayor: «cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55,9), nos dice el Señor. Cuán lejos estamos muchas veces de los caminos del Señor; cuán enanos son nuestros pensamientos ante su grandeza; cuánto nos falta crecer en la fe.
Jesús quiso educar a sus discípulos y darles muestra de que esa desproporción, esa lejanía, Él la ha venido a superar. Lo que sucede después es una manifestación del amor de Dios, de su poder, de su bondad y generosidad infinitas. De cinco peces y dos panes comen miles de personas y sobra. El detalle consignado en el Evangelio de que sobraron 12 canastas después de que todos se habían saciado puede parecer ocasional pero es muy significativo. Es un signo de la magnificencia de Dios, que da con abundancia. Donde los apóstoles veían una imposibilidad —¿qué son cinco panes y dos peces para tanta gente?— Jesús sobreabunda en generosidad y satisface el hambre de la multitud. Él ha venido a hacernos cercanos los caminos y pensamientos de Dios. ¡Él es Dios con nosotros!
Pero el asunto no queda ahí. La multiplicación de los panes, con lo impresionante que es, es un signo de algo mucho más impresionante. Esta multiplicación prefigura la sobreabundancia del único pan de la Eucaristía (Ver Catecismo de la Iglesia católica, 1335). Desde los Padres de la Iglesia ha sido claro el sentido eucarístico de este pasaje del Evangelio: la multiplicación mucho más admirable que Jesús hace de sí mismo en cada Eucaristía: la de su propio Cuerpo y Sangre. Detengámonos, por favor, un momento a pensar esto. El Señor Jesús se da a sí mismo, se nos da en su Cuerpo y Sangre. ¿Lo recibimos? ¿Cómo?
Dentro de las muchas cosas que nos suscita esta reflexión, consideremos lo que significa el precepto (= norma, mandato) de ir a Misa todos los Domingos. A cuántos de nosotros —o a cuánta gente que conocemos y tal vez podemos ayudar— nos sigue pesando esa carga un tanto “impositiva” del llamado “precepto dominical”. Para muchas personas la vida cristiana termina un tanto reducida a “hay que ir a Misa los Domingos” (y a veces de mala gana o a disgusto). ¡Qué desproporción entre esta manera de pensar y sentir con lo que realmente sucede en cada Eucaristía!
Tal vez iluminar lo esencial del asunto sea tan simple como esto: no es que por ser un precepto es algo bueno y necesario. Todo lo contrario. Porque es algo bueno y necesario es un precepto. Cuando nos enfocamos en la “necesidad” más que en el “precepto” la figura cambia. ¿Qué pasaría si un día el ministerio de salud sacase una norma que dijese: “Es obligatorio para todos que respiren por lo menos 20 veces cada minuto”? ¡Quién necesita que le recuerden que tiene que respirar! Nadie. ¿Por qué? ¡¡Porque si no respiras te mueres!! La necesidad es inmediata, vital, evidente. Si no respiras, te asfixias.
En la vida espiritual es igual, aunque la “necesidad”, por diversas razones, no la experimentamos igual. Y por eso necesitamos que se nos enseñe: la Eucaristía es el corazón del Domingo. Y, como un hijo necesita ser educado por su madre, necesitamos de un precepto que nos diga: Anda, acude al encuentro del Señor, aliméntate interiormente.
Si llegásemos a percibir, cada vez con mayor autenticidad, el hambre interior que tenemos, no necesitaríamos de nadie que nos esté diciendo: anda a Misa; reza; confiésate. Experimentaríamos con toda su grandeza y fuerza la ineludible necesidad que tenemos de Jesús, y acudiríamos a Él. Pero, ¡qué hábiles somos (y el mundo y el diablo) para enmascarar esa realidad interior! ¡Qué habilidad para adormecer el hambre de Dios! Nos “contentamos” con menudencias. Pero, ¿en verdad nos satisfacemos? Habría que preguntarse con Isaías: «¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y tu jornal en lo que no sacia? Háganme caso y coman cosa buena, y disfrutarán con algo sustancioso» (Is 55,2).