“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida”
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Juan 6,51-59
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo». Los judíos se pusieron a discutir entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en Mí y Yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y Yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por Mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no es como el maná que comieron sus padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre».
La celebración de la Solemnidad del Cuerpo de Cristo nos pone ante una verdad de nuestra fe desafiante: en el Sacramento de la Eucaristía está presente Dios mismo. Cada vez que participamos de la Santa Misa, un milagro inaudito ocurre antes nuestros ojos: un pedazo de pan y un poco de vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo dominico del s. XIII, compuso una serie de himnos y cánticos al Santísimo Sacramento para la solemnidad que celebramos. En uno de ellos decía que la presencia real de Cristo en la Eucaristía no se conoce por los sentidos, sino por la fe. Por más que nos esforcemos, nuestros ojos no observan cambio alguno en la hostia ni en el vino. Son los ojos de la fe los que nos permiten ver. Y nuestra fe se cimenta en la Palabra infalible del mismo Jesús: Éste es mi Cuerpo; Ésta es mi Sangre. Hagan esto en memoria mía (ver Mc 14,12ss).
El pasaje del Evangelio de Juan es particularmente significativo para hoy. Luego de haber multiplicado los panes y los peces para saciar el hambre de la multitud, Jesús explica a sus discípulos que Él es el Pan vivo que ha bajado del cielo. Y añade: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y Yo en él» (Jn 6,56). La crudeza de estas palabras lleva a los discípulos al desconcierto, a preguntarse: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6,52). Y murmuraban: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). A partir de entonces muchos dejaron de seguir al Señor Jesús. Él, siempre llegando a las profundidades del corazón, les dice: «hay entre ustedes algunos que no creen», señalando así la raíz de su abandono y escándalo ante la revelación que había hecho. Y luego el Maestro se vuelve a los Doce, sus más íntimos seguidores, y les pregunta: «¿También ustedes se quieren marchar?» (Jn 6,67). Punzante pregunta la del Señor. Va al punto fundamental e invita a los apóstoles a preguntarse por su fe y dar ese “salto al vacío” que la fe reclama. Entonces Pedro, la Roca, se adelanta y como dando voz a los Doce, pronuncia una conmovedora confesión de fe: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).
Hoy, cerca de 2000 años después, la pregunta de Jesús se dirige a ti y a cada uno de los hijos de la Iglesia: ¿Les parece muy duro este lenguaje? ¿También ustedes se quieren marchar? En otras palabras, es como si Jesús nos preguntara: ¿Tienen fe en que Yo estoy realmente presente en el pan y vino consagrados? Si la respuesta es positiva, preguntémonos también con sinceridad: ¿Vivimos coherentemente con esa fe que profesamos?
Hace algunos años el Papa Benedicto XVI, Sucesor del Apóstol Pedro, una vez más en la historia se hizo voz de los discípulos del Señor y profesó la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En una homilía durante la celebración del Corpus Christi, en Roma, el Santo Padre invitó a atender particularmente dos aspectos íntimamente unidos en el Misterio eucarístico: el culto a la Eucaristía, especialmente la Adoración eucarística, y el sentido de lo sagrado.
El Papa nos dio una verdadera catequesis sobre el culto a la Eucaristía. La participación en la Celebración eucarística —la Santa Misa— y la Adoración del Santísimo Sacramento, lejos de toda disociación o contraposición son como dos dimensiones de una única dinámica de fe y encuentro con Jesús allí realmente presente. «El culto del Santísimo Sacramento constituye como el “ambiente” espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía», dijo el Papa. Y añadió: «Sólo si es precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y adoración, la acción litúrgica puede expresar su pleno significado y valor. El encuentro con Jesús en la Santa Misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad está en capacidad de reconocer que Él, en el Sacramento, habita en su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, después de que la asamblea se ha retirado, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa».
Por otro lado, el Papa nos recordó que «lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura». La secularización justamente ataca esta dimensión esencial de la vida cristiana, que se manifiesta particularmente en la liturgia de la Iglesia. Por ello es tan importante que comprendamos cada vez más y mejor el sentido sagrado de la liturgia, de sus símbolos y signos, para que nuestra participación en la celebración sea cada vez más fructífera.
«Yo soy el Pan de la Vida», nos dice Jesús. ¿Tenemos hambre de infinito? ¿Queremos colmar los anhelos más profundos del corazón? Él es el alimento para la vida eterna. Acudamos a recibirlo debidamente preparados. Profundicemos nuestra relación con Él en la Adoración Eucarística. ¿Con qué frecuencia visitas al Santísimo? ¿No tienes tiempo? ¿No puedes “robarle” unos minutos al televisor, al teléfono, a Internet, a las redes sociales, a los videojuegos? Te aseguro que encontrarás los minutos necesarios para profundizar ese diálogo íntimo con el Señor Sacramentado. Él está esperando, y te dice: “Estoy a tu puerta y llamo. Si me abres, entraré en tu casa y cenaremos juntos” (ver Ap 3,20).