La oración no es un monólogo
Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, para algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de mí que soy un pecador”. Les digo que este último bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido».
Con la parábola del fariseo y el publicano el Señor nos muestra un aspecto más interior de la vida de oración. Ambos hombres —el fariseo el publicano— suben al templo a orar. Exteriormente, ambos han realizado una acción semejante. Sin embargo, la disposición interior es tan importante que uno de ellos, a pesar de formalmente haber hecho lo mismo que el otro, bajó del templo sin haber sido justificado.
¿Dónde reside la radical diferencia de actitud? El Señor Jesús nos lo dice con claridad: en la humildad. La Escritura nos enseña que «Dios resiste a los soberbios pero da su gracia a los humildes» (Prov 3,34) y, efectivamente, así lo verifica Jesús en esta parábola.
Si consideramos con atención las palabras del fariseo, podemos entrever cómo ellas expresan una actitud interior que se ha enseñoreado de su corazón. Si de lo que rebosa el corazón habla la boca (ver Lc 6,45), entonces el corazón del fariseo está lleno de sí mismo. En su “oración” él parece ser el punto de partida y el punto de llegada. San Agustín observa que en las palabras del fariseo no encontraremos «ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba».
Este hombre —que significativamente está de pie y erguido mientras reza— manifiesta una conciencia satisfecha de sí misma, que de alguna manera se ha convencido de no necesitar la misericordia de Dios porque cumple a cabalidad con los preceptos de la Ley. Así, en el corazón del fariseo no hay lugar para el Señor pues está todo ocupado por él mismo. El ensalzamiento de sí, la soberbia, lo ha llevado a perder el sentido de la realidad y a centrar todo alrededor de su propia persona. No es capaz de reconocer, ni siquiera en su postura, quién es Dios, y menos de relacionarse con Él en la oración. Está tan embotado de su propio yo que su oración termina siendo un monólogo.
El publicano, por el contrario, se queda atrás y, dice Jesús, «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo». Tal era su experiencia de indignidad, de total insuficiencia, que la expresa en su misma postura. Sus palabras transparentan la conciencia vital de quién es Aquel a quien se dirige y lo radicalmente necesitado que está de su misericordia. La humildad enciende la luz de la verdad que permite al publicano reconocerse pecador y necesitado del perdón de Dios y acudir con confianza a la fuente de la misericordia. «Estaba lejos y, sin embargo, se acercaba a Dios, y el Señor lo atendía de cerca. El Señor está muy alto y, sin embargo, mira a los humildes. No levantaba sus ojos al cielo y no miraba para que se le mirase. Su conciencia le abatía; pero su esperanza le elevaba» (San Agustín).
¡Qué gran enseñanza para nuestra vida de oración nos deja el Señor Jesús con esta parábola! La humildad, esa virtud fundamental para el discípulo de Jesús, es esencial en nuestra vida de oración. Es más, a la luz de las actitudes del publicano y del fariseo, podemos decir que sin humildad nuestra vida de oración corre el gravísimo riesgo de convertirse en un monólogo cuando debería ser un diálogo de amor fundado en la verdad que nos permita crecer hasta la estatura del Señor Jesús (ver Ef 4,13).
El ejemplo de nuestra Madre María nos guía como una estrella luminosa. El cántico en el que prorrumpe en su visita a Isabel, el Magnificat, es un acabado testimonio de oración fundada en la humildad en el que aprendemos la disposición interior para relacionarnos con Dios, para rezar y para hacer de toda nuestra vida una oración de alabanza a Dios:
«Engrandece mi alma al Señor
y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador
porque ha puesto los ojos
en la humildad de su sierva.
Por eso desde ahora
todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso.
Santo es su Nombre y su misericordia alcanza
de generación en generación a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada.
Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
—como había anunciado a nuestros padres—
en favor de Abraham y de su linaje por los siglos».