Domingo con Xto: La oración es una prioridad

La oración es una prioridad

Por Ignacio Blanco

Transfiguracion

Evangelio según san Mateo 17,1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo».  Al oírlo, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no teman». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No cuenten a nadie esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

La montaña es en la historia de Israel un lugar de cercanía y encuentro con Dios. Moisés, por ejemplo, subió al Sinaí para recibir allí las tablas de la Ley y “vio” cara a cara al Señor. En el pasaje del Evangelio que meditamos en este segundo Domingo de Cuaresma, el Señor Jesús sube a una montaña alta, llevando consigo a tres de sus apóstoles. En esas alturas el Señor manifiesta la intensidad de su unión con el Padre en el Espíritu. Su comunión es total, tan profunda que se expresa incluso en un cambio en su apariencia física. Su rostro resplandeciente como el sol, la blancura de sus vestiduras son un signo claro de su divinidad y un anticipo de la gloria de su Resurrección.

Conviene leer este acontecimiento junto al de las tentaciones de Jesús en el desierto, que recordamos la semana pasada. Ambos pasajes, por otro lado, debemos comprenderlos en la perspectiva del camino a Jerusalén, es decir, del camino a la celebración de la Pasión y Resurrección de nuestro Señor. La pedagogía de Dios nos prepara así para profundizar en el misterio de Cristo, como lo hizo Jesús con sus discípulos y seguidores. En este sentido, el Papa Benedicto XVI dice: «Considerados juntos, ambos episodios (las tentaciones de Jesús y la transfiguración) anticipan el misterio pascual: la lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, lo contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad».

En nuestro camino hacia la Pascua nos vemos, pues, alentados y fortalecidos por Jesús. Todo nos conduce a Él. La misma presencia de Moisés y Elías —en quienes se sintetiza la Ley y los Profetas del Antiguo Testamento— son un signo claro de que toda la historia de la salvación apunta a Cristo que cumple las promesas y realiza la reconciliación. Jesús se ha hecho cercano a nosotros y nos enseña cómo salir de las sendas oscuras de la tentación; Él, Dios verdadero, nos muestra que es el vencedor del pecado y de la muerte, nos fortalece en nuestro combate y nos invita a ser partícipes de la gloria de su Resurrección.

Una de las enseñanzas concretas que nos da hoy el Señor es la necesidad e importancia de la oración. Sin la oración nuestra vida cristiana languidece y nuestro compromiso apostólico será estéril.  Todos necesitamos “subir al monte” para tener un momento fuerte de encuentro con Dios. Y no una vez, sino todos los días. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo encontrar el momento adecuado y la tranquilidad necesaria en medio de nuestras diversas actividades? Ciertamente es un desafío que debemos atender.

El asunto tiene un lado más práctico y otro tal vez más interior. Lo primero nos exige hacer una revisión de nuestro ritmo de vida, del tiempo que le dedicamos a nuestras actividades, de cómo nos organizamos y de la prioridad que le damos a cada cosa. Y ello nos lleva a lo segundo. La prioridad que le damos a cada actividad es expresión de la valoración que le damos, es decir, de lo que significa para nosotros. Si, por poner un ejemplo evidente, una persona dice no tener tiempo para la oración pero le dedica dos horas al día al gimnasio o a un juego de computadora, entonces el problema está en sus prioridades. La oración claramente no es una prioridad para esa persona. Y lo que Jesús nos dice es que la oración sí es una prioridad para el cristiano.

Hacernos el tiempo y tener el espacio adecuado es parte de la cuestión. La otra parte es la disposición interior para aprovechar bien ese momento de oración. Si la oración es encuentro, entonces es fundamental que estemos dispuestos para escuchar. ¿A quién? A Dios que nos habla en su Palabra, en la Liturgia, en la meditación. Disponerse para escuchar es, pues, fundamental. Y a la escucha le sigue la interiorización de lo que el Señor nos quiere decir. Escucho su Palabra y la hago mía; me encuentro con Jesús y me contrasto con Él: qué hace Él que yo no hago; qué hago yo que Él no hace. Y luego, llevo a la acción lo que me quiere decir. Es el momento de poner por obra lo que hemos escuchado e interiorizado (ver Mt 7,24-27; Lc 6,47-49). La oración, el encuentro con el Señor, no nos puede dejar indiferentes. Siempre es invitación a crecer, a avanzar, a tomar el camino del bien y alejarnos del mal.

«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo». Ese es el mandato de Dios Padre. ¿Cómo lo vives? Haz de la oración una prioridad en tu vida.

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