La fe se fortalece dándola
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Lucas 10,1-12.17-20.
En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él. Y les decía: «La cosecha es abundante y los obreros pocos; rueguen, pues, al dueño de la cosecha que mande obreros a recogerla. ¡Pónganse en camino! Miren que los envío como corderos en medio de lobos. No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa, digan primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos la paz; si no, volverá a ustedes. Quédense en la misma casa, coman y beban de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No anden cambiando de casa. Si entran en un pueblo y los reciben bien, coman lo que les pongan, curen a los enfermos que haya, y digan: “Está cerca de ustedes el reino de Dios”. Cuando entren en un pueblo y no los reciban, salgan a la plaza y digan: “Hasta el polvo de esta ciudad, que se nos ha pegado a los pies, lo sacudimos sobre ustedes. De todos modos, sepan que está cerca el reino de Dios”. Yo les digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad».
Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les contestó: «He visto a Satanás caer del cielo como un rayo. Miren: les he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y para dominar todo poder del enemigo. Y nada les hará daño alguno. Sin embargo, no estén alegres porque se les sometan los espíritus; alégrense más bien de que sus nombres estén inscritos en el Cielo».
¿Alguna vez te has preguntado cómo llegó Jesús a tu vida? Para muchos de nosotros fue en el Bautismo que recibimos de niños. Luego hubo un proceso de crecimiento en la vida de fe que, en muchos casos, tuvo altos y bajos, alejamientos y acercamientos. En otros casos, la experiencia es distinta. Muchas personas conocen a Cristo de adolescentes o incluso de adultos. Algunos pueden haber recibido el sacramento del Bautismo pero recién muchos años después toman conciencia del don recibido y entablan una relación con Dios. Lo cierto es que, sea cual sea nuestro caso, el anuncio de la fe siempre nos ha llegado a través de alguien. Nuestros padres, abuelos, algún amigo o amiga, un sacerdote, religiosa o catequista, nuestro profesor de religión. Hubo alguien en nuestra vida que nos “presentó” al Señor, o nos invitó a tomarnos en serio la relación con Él, y fue para nosotros el canal a través del cual nos llegó la verdadera alegría.
Este hecho, además de movernos a la gratitud con aquellos que supieron acercarnos a Jesús en algún momento de nuestra vida, nos ayuda a tomar conciencia de un aspecto fundamental de la vida cristiana: el apostolado. En el pasaje del Evangelio de Lucas queda clarísimo que es Jesús quien envía. Somos parte de una continuidad —si cabe la expresión— que se remonta en la historia hasta el mismo Señor Jesús que en un momento determinado eligió a un cierto número de personas y las envió a anunciar la Buena Nueva. Desde entonces, la fe se ha ido expandiendo por todo el mundo a través del anuncio evangélico. Ese envío de Jesús llega a nosotros a través de nuestro Bautismo y nos “pone en camino” para transmitir a otros lo que hemos recibido: el don de la fe. Esa es la dinámica del apostolado que San Pablo expresa con estas palabras: «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez les he transmitido» (1Cor 11,23).
Siempre cabe la posibilidad de pensar: “pero bueno, si yo no lo hago habrán muchos otros que sí lo harán… al final no hay tanto problema”. ¿Por qué no plantearse la cuestión desde otra perspectiva? Si yo no lo hago, ¿cuántos se quedarán sin conocer a Jesús? Es verdad que muchos otros cristianos harán apostolado, y la fe no se extinguirá de la faz de la tierra por mi culpa. Pero, ¿no es suficiente motivo que una persona en el mundo se quede sin escuchar la Buena Nueva de Jesús por mi omisión? ¿O que alguien que sufre se quede sin consuelo por mi culpa? ¿O alguien que tiene hambre se quede sin recibir el alimento que da la vida eterna? ¿O que un corazón triste se quede sin acercarse a la fuente de la alegría infinita?
Es también importante que no perdamos de vista que el dinamismo de la fe es, por su misma naturaleza, comunicativo: se comunica a otros lo que se ha recibido como regalo; se busca compartir con otros la alegría de haber encontrado el gran tesoro. En ese sentido, ser discípulo de Jesús, vivir nuestra vida en Cristo, es indesligable del apostolado. Lo decía el Concilio Vaticano II hablando sobre los laicos con una frase que debemos interiorizar: «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». No es, pues, algo que corresponde sólo a los obispos, sacerdotes y religiosos. Todo cristiano, por el hecho de ser de Cristo, ha sido enviado por Él a anunciar la Buena Nueva. Y no es una “obligación” que cumplir, es un deseo, un impulso que enciende el corazón y lleva a San Pablo a decir: «Ay de mí si no anuncio el evangelio» (1Cor 9,16).
Podemos encontrar muchas excusas frente al envío apostólico que Jesús nos da: si no estoy bien formado en la fe, ¿qué voy a decir?; si no soy ejemplo para nadie, ¿cómo voy a hacer apostolado? Y muchas otras. Recordemos, en primer lugar, que siempre contamos con la fuerza de Dios que nos acompaña y fortalece. Moisés, los profetas, los mismos apóstoles experimentaron la pequeñez, el temor frente al llamado de Dios. El asunto está en no sucumbir a ello. Por el contrario, levantemos la mirada, pongamos todo de nuestra parte y confiemos en Dios más que en nuestras fuerzas o capacidades.
Por otro lado, como dijo el Beato Juan Pablo II, «¡la fe se fortalece dándola!». Es parte de la paradoja de ser cristiano: dando se fortalece; entregando se recibe; perdiendo se gana. Si lo pensamos bien, la mejor manera de profundizar nuestra fe, ¿no será buscando transmitirla a otros? El estímulo que a veces nos falta para ser cada vez más coherentes con lo que creemos, ¿no lo encontraremos en el compromiso con otras personas a las cuales les hemos compartido nuestra fe?
La experiencia de alegría que embarga a los discípulos que regresan donde Jesús es muy significativa. Les había ido bien y estaban contentos. El Señor les señala el motivo de la verdadera alegría. En el fondo, para sus discípulos la mayor alegría es estar con Él, participar de la comunión con Dios. ¿Qué otra cosa es sino el que sus nombres estén inscritos en el Cielo?
Transmitir la fe es compartir la alegría de haber encontrado a Cristo y además es una fuente de inmensa alegría por ver que otros también lo encuentran.