La fe es un camino de iluminación

Por Ignacio Blanco

Curacion ciego barro

Evangelio según san Marcos 10,46-52

En aquel tiempo, cuando salía Jesús de Jericó acompañado de sus discípulos y de mucha gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí». Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?». El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

¿Qué experimentará la persona que no tiene la posibilidad de ver lo que acontece a su alrededor, de distinguir colores, formas, figuras? ¿Cómo será no tener la experiencia de lo que es la luz sino tener siempre una sombra delante de los ojos? Ponerse en los zapatos de hermanos que no tienen el sentido de la vista en algo nos puede acercar a la experiencia única de personas como el ciego del Evangelio.

Desde esa realidad dura y difícil, el ciego Bartimeo no duda en gritar el nombre de Jesús pidiéndole que se apiade de él. Lo tratan de callar, pero él grita más fuerte. Son impresionantes los gritos del ciego. Seguramente habría escuchado de los milagros que realizaba el Nazareno, y al escuchar que pasaba cerca suyo grita con fuerza su nombre aferrándose al rayo de esperanza que se abre paso en la oscuridad de sus ojos enfermos. Lo que sigue es aún más impresionante. Jesús, en medio de la multitud que lo acompaña, escucha los gritos que le atribuyen el título de “hijo de David”. Entonces, dice el Evangelio, Cristo se detuvo y lo manda llamar. Sobrecoge la capacidad de escucha que tiene Jesús. Los gritos del hombre necesitado nunca lo dejan indiferente. Siempre tiene oídos para el clamor del necesitado que se dirige a Él con fe y humildad. En medio de un montón de gente, a pesar del bullicio y el ajetreo, se vuelca con todo su ser al encuentro de una persona concreta: «¿Qué quieres que haga por ti?».

Aquel que es la Luz del mundo y aquel que vive en la oscuridad de su ceguera, Aquel que ha venido a traer la vista a los ciegos y aquel que anhela poder ver se han encontrado frente a frente. Notemos el peso gravitante de la pregunta de Jesús: ¿Qué quieres que haga por ti? Es una pregunta que manifiesta el respeto enorme de Dios por el ser humano, el amor entrañable por cada persona a la que Él ha venido a servir. Es también una expresión de cómo la acción de Dios, totalmente gratuita, busca suscitar la respuesta libre del hombre: «Maestro, que yo pueda ver». Así Bartimeo, en ese espacio de encuentro personal que Jesús ha generado, puede explicitar el deseo que escondían sus gritos iniciales: quiere ser curado, quiere ver la luz.

Esta conmovedora escena nos habla a todos y cada uno de la propia experiencia de fe. Desde los inicios del cristianismo, el Sacramento del Bautismo fue conocido también como “iluminación”. El pecado es la ceguera del espíritu. La luz de la Resurrección de Cristo nos devuelve la vista y nos arranca de la ceguera de las tinieblas. Esa realidad todos la hemos recibido en el agua del Bautismo. Y, en cierta medida, esa dinámica bautismal la vivimos constantemente en nuestro seguimiento de Jesús. Como nos dice el Papa Benedicto XVI, «la fe es un camino de iluminación: parte de la humildad de reconocerse necesitados de salvación y llega al encuentro personal con Cristo, que llama a seguirlo por la senda del amor». Cada vez que nos alejamos del Señor, que nos alejamos de la luz, nos hacemos víctimas de la ceguera del pecado. Vemos con los ojos, pero interiormente estamos ciegos. Entonces la humildad de reconocernos necesitados de la luz nos debe llevar, como a Bartimeo, a “gritar” el nombre de Jesús, a buscarlo acudiendo a su encuentro, especialmente en la confesión, en la Escritura, en la Eucaristía, donde está realmente presente preguntándote: ¿Qué quieres que haga por ti?

Recobrar la vista y encontrar el Rostro de Jesús nos llena el corazón de alegría, de esa alegría desbordante como la que seguramente embargó el corazón de Bartimeo. Ver el rostro de Jesús nos lleva a seguir sus pasos, como el ciego que al final de su encuentro con Jesús, «lo siguió por el camino» haciéndose su discípulo. Ver el Rostro de Jesús y seguirlo nos lleva a buscar comunicar esa alegría a otros pues «quien se deja fascinar por Cristo no puede menos de testimoniar la alegría de seguir sus pasos» (Benedicto XVI).

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