La Ascensión no es ausencia de Jesús
Por Ignacio Blanco
Evangelio según san Mateo 28,16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, lo adoraron, pero algunos dudaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado. Y sepan que Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo».
Es sorprendente la afirmación del evangelista Mateo cuando dice que al ver a Jesús los once «lo adoraron, pero algunos dudaban». A la distancia podríamos pensar: pero, ¿cómo que dudaban? ¿No estaban acaso en presencia del Resucitado? En presencia de los mismos once, ¿no había metido Tomás sus dedos en sus heridas y su mano en el costado? ¿Por qué algunos siguen dudando?
El asunto gana dramatismo si consideramos que el Evangelio nos dice que los discípulos, al ver a Jesús, «lo adoraron». Este término significa en el texto bíblico el reconocimiento de la divinidad del Señor. Y, sin embargo, algunos dudaban. ¡Qué paradoja! Y a la vez, ¡qué realismo del Evangelio! Si lo juzgásemos desde la óptica del “marketing”, la frase de Mateo es muy mala. ¿Cómo pueden seguir dudando algunos de sus más cercanos seguidores después de que Jesús resucitó de entre los muertos, después de todo lo que hizo y predicó, de sus diversas apariciones? Y si lo hicieron, ¿para qué consignarlo por escrito en un documento que se supone debía alentar a otros a hacerse seguidores del Mesías?
Ciertamente, la lógica del marketing no opera aquí. Esa frase de Mateo es como una ventana que nos permite ver, con realismo y sin temor, lo complejo y misterioso que es el corazón humano. Y, en este sentido, lo real y veraz que es el Evangelio. El evangelista no tiene ningún reparo en poner por escrito que en ese momento, en presencia de Jesús y a punto de ascender Éste al Cielo, algunos dudaron. ¡Una gran lección que trae por tierra las anteojeras perfeccionistas con las que a veces pretendemos leer el Evangelio! Entre los once, los más cercanos a Jesús, ¡hubo algunos que dudaron! Y, sin embargo, esos hombres fueron fieles y supieron seguir a Jesús hasta las últimas consecuencias que, en su caso, implicaron el martirio; sobre los hombros frágiles de esos once hombres, bajo la protección maternal de María, el Señor edificó su Iglesia.
El Señor, como adivinando las turbulencias en el corazón de algunos, les dice con autoridad divina: «se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra… vayan y hagan discípulos… bautizándolos… enseñándoles… Y sepan que Yo estoy con ustedes todos los días». Leemos y releemos estas palabras y no podemos no experimentar confianza, seguridad, aliento. ¿Por qué? Porque es el Señor Jesús quien nos las dice también a nosotros. Él es la Roca firme, nuestro baluarte, nuestro abogado, nuestro consuelo, nuestra fortaleza, nuestro Dios y Señor. ¿Dudamos? ¿Tenemos miedo? ¿No entendemos el porqué de algunas cosas? ¿Quisiéramos que las cosas sean más claras, estén más definidas, que no hayan complicaciones? Bueno, pues, así no es la vida cristiana, y nunca ha sido así.
La celebración de la Ascensión de Jesús al Cielo nos ofrece la ocasión de madurar en la fe. Es ocasión de purificarnos de toda falsa seguridad, de nuestros temores y exigencias infantiles u horizontalistas. Es ocasión de volver a poner la mirada en lo que es esencial: en Cristo que asciende a la derecha del Padre y nos envía a la misión apostólica.
El Señor sube al Cielo y, sin embargo, no nos abandona. ¡Misterio de fe! Debió ser muy duro para aquellos que lo acompañaron día a día mientras estuvo físicamente en este mundo. Acostumbrados a su voz, a su presencia que todo lo llenaba, a su extraordinaria personalidad, a su amor, les debe haber resultado impensable la vida sin Él. Dos ángeles salieron a su encuentro y les preguntaron: «¿por qué permanecen mirando al cielo?» (Hch 1,11). Indicación clara y precisa que indica el camino: no se queden ahí parados, tienen una misión. ¿Cuántas veces nosotros también nos quedamos “mirando al cielo”, enredados en problemas, sumidos en marañas sentimentales, confundidos? ¡Salgamos de la parálisis y hagamos lo que Jesús nos dice: «vayan y hagan discípulos… bautizándolos… enseñándoles… Y sepan que Yo estoy con ustedes todos los días».
«La Ascensión no indica la ausencia de Jesús —enseña el Papa Francisco—, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo; ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos: contamos con este abogado que nos espera, que nos defiende. Nunca estamos solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros se encuentran numerosos hermanos y hermanas que, en el silencio y en el escondimiento, en su vida de familia y de trabajo, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto a nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, que subió al Cielo, abogado para nosotros».