asencion

Domingo con Xto: La Ascensión del Señor

Por Ignacio Blanco

La Ascensión del Señor Jesús

Los días que transcurren entre la Resurrección gloriosa del Señor Jesús y su Ascensión al Cielo se debaten entre el tiempo y la eternidad. Jesús está aún acá en la tierra. Se deja ver por su Madre, por las mujeres y por sus discípulos. Pide de comer y habla. Los apóstoles y seguidores lo ven y lo escuchan. Sin embargo, ya participa de otra dimensión. Se presenta en una habitación de improviso y sin que las paredes lo detengan. Desaparece sin más y los discípulos no saben cómo. El acontecimiento de la Ascensión que hoy celebramos pone fin a esa etapa y marca el paso a una nueva.

Hoy se nos invita a levantar la mirada y tomar consciencia de que Jesús, Dios y hombre verdadero, está sentado a la derecha del Padre. Él es Dios, junto con el Padre y el Espíritu Santo. Y Él, que se hizo hombre encarnándose en el seno de la Virgen María, ha elevado nuestra condición humana a una dignidad impensable: somos hijos de Dios en su Hijo amado. De este modo, el Señor que asciende al Cielo nos abre la puerta de la vida eterna. El Papa Benedicto decía que «en Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios» (Benedicto XVI, 24/05/2009). ¡Qué profundas palabras! ¡Qué amor tan grande el que tiene Dios por nosotros!

Levantamos la mirada al Cielo y al tiempo que nos alegramos y nuestro corazón se llena de gratitud a Dios por su amor inmenso, somos invitados a tomar consciencia de nuestro llamado a seguir ese camino que Jesús nos ha mostrado. Ése es el horizonte último de nuestra vida: la participación eterna en el misterio del amor de Dios; la comunión plena en el Amor. San Gregorio de Nisa, un gran santo del s. IV, decía: «Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con Él; descendamos con Él para ser ascendidos con Él; ascendamos con Él para ser glorificados con Él». El Señor resucitado y elevado al Cielo nos muestra ese horizonte de eternidad que tiene nuestra existencia. Lo que recibimos en el Bautismo como en semilla tiene que germinar y crecer a lo largo de nuestra vida para que podamos alcanzar nuestro destino final.

¿Qué importancia tiene esto para tu vida ahora? Decisiva, pues —para ponerlo en lenguaje coloquial— es acá, en el tiempo de nuestra vida terrena, donde nos jugamos la vida eterna. Ciertamente contamos con la gracia de Dios que nos alienta, nos fortalece y nos da la esperanza cierta del triunfo. Pero el Señor no avasalla nuestra libertad. Nos invita a cooperar libre y amorosamente con su Plan de amor. Sin libertad no hay amor. Y la vida cristiana es vida en el amor y para el amor. Por ello implica necesariamente nuestra opción libre de cooperar con la gracia divina que sale a nuestro encuentro, nos reconcilia y nos eleva en Cristo. Recordemos que Él también nos dijo antes de ascender al Cielo: «yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Jesús no nos abandona nunca.

Es muy significativo notar que en esos últimos instantes antes de ser elevado al Cielo, el Señor Jesús encarga una misión a su Iglesia: «Vayan por todo el mundo y prediquen la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15). Las últimas palabras que dice a los apóstoles y discípulos —y en ellos a todos nosotros— son un llamado al apostolado. Elevar la mirada al Cielo, a nuestro destino eterno en Cristo, no nos lleva a una visión espiritualista, a una religiosidad solitaria, desentendida de los problemas actuales de nuestra familia y nuestra sociedad. Por el contrario, nos alienta a asumir un compromiso serio por colaborar, desde un corazón convertido a Jesús, con el anuncio del Evangelio; nos invita a crecer en una visión de fe que ve la hondura de la realidad y es capaz de comprenderla integralmente y de hacer lo que esté a nuestro alcance por transformar desde el Evangelio todo aquello que esté en contraste con la Palabra de Dios y su plan de amor.

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