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Domingo con Xto: Jesús no quiere las sobras

Jesús no quiere las sobras

Por Ignacio Blanco

San Marcos 12,38-44.

Y Él les enseñaba: “Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad”. Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: “Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”.

 

Cuando estaba en el colegio recuerdo que teníamos medida la duración de las distintas Misas dominicales. “Tal cura, en tal iglesia, ‘dice la Misa’ en 30 minutos, y con homilía incluida”. “Ah sí —decía otro— yo conozco una que dura 25 minutos”. Estaba claro que había que ir a Misa pero si duraba menos se ganaban algunos minutos más para el deporte o la televisión. Cuántas veces escuché, por contrapartida, frases como: “Qué te cuesta dedicarle 45 minutos a la semana a Dios que te da todo”. El punto es que sí costaba y explícita o implícitamente uno estaba negociando el tiempo que iba a “dedicarle” a Dios. Más allá de la ignorancia y la inmadurez de la edad, el hecho denota una actitud que no pocas veces podemos descubrir aún presente en nuestra relación con Cristo y que salta a la vista a la luz del testimonio de la pobre viuda que da todo lo que tenía.

En resumidas cuentas, Jesús no quiere que le demos las sobras. Y no estamos hablando de dinero. No quiere las sobras de nuestro tiempo, de nuestra dedicación, de nuestra atención. Sobre todo no quiere las sobras de nuestro amor. No porque Él sea injustamente demandante sino porque para poder darnos todo lo que ha venido a traernos nosotros tenemos que abrirle totalmente nuestra vida. Él ha venido a nosotros, ha salido a nuestro encuentro, y nos lo ha dado todo. Nos ha dado la vida verdadera. Y está ahí, a la puerta, esperando a que le abramos el corazón. Pero para poder acogerlo, para que realmente la vida de gracia pueda fructificar en nuestra mente y corazón, tenemos que hacerlo partícipe de nuestra vida. De toda nuestra vida.

¿Qué significa esto? ¿Tenemos acaso que dedicarle todo nuestro tiempo, atención, etc.? ¿Y el trabajo, los estudios, la familia? Precisamente este pasaje del Evangelio que se conoce como el “óbolo de la viuda”, es decir la limosna de la viuda, es una excelente ocasión para reflexionar en cómo podemos hacer para que toda nuestra vida tenga al Señor Jesús como centro, integrando en torno a Él todo lo que somos y hacemos. En este sentido, el testimonio de la viuda que lo da todo es un fuerte llamado de atención a la ruptura que puede haber entre nuestra fe y nuestra vida. Esa ruptura es reflejo de una ruptura más profunda, que está en el propio corazón. Es reflejo de nuestro egoísmo, de nuestros miedos, que frenan la entrega total del corazón a Dios y a los hermanos.

¿Cómo superar esa ruptura? Amando a Dios sin reservas, con todo el corazón, con todas las fuerzas de nuestro ser, y amando a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Amar cada día más al Señor, dejarnos amar por Él con confianza, es la fuente de la unidad en nuestra vida. Así lo vemos en María nuestra Madre. Todo en su vida es presencia vital y transparente de su Hijo. Y ello es expresión de esa unidad profunda de su Corazón Inmaculado con el Corazón de Jesús.

El que ama a Dios por sobre todas las cosas no está “negociando” el tiempo que tiene que “dedicarle”. La perspectiva cambia totalmente. Amar a Dios nos lleva a cumplir con confianza sus mandamientos, a buscarlo en la oración, a ofrecerle lo mejor de nuestros esfuerzos. Habrá momentos en el día que podamos dedicarlos totalmente al encuentro con Él: la oración, la meditación, la visita al Santísimo, etc. Dentro de ellos tiene un lugar privilegiado la participación en la Eucaristía del Día del Señor.

¿Cómo hacer en el resto de nuestro día? Si verdaderamente amamos a Dios con todo nuestro ser buscaremos nunca alejarnos de Él. Trabajar, estudiar, hacer deporte, cocinar, manejar, todo en nuestra vida podrá ser ocasión de vivir en su presencia. Ofrecerle nuestras intenciones y nuestras acciones —sea mucho o sea poco— será ocasión de “darle” todo lo que hacemos. De esta manera, toda nuestra vida puesta en presencia del Señor podrá ser elevada a Él como una oración. Recordemos que la oración es una relación personal con Dios. Tendrá momentos de dedicación total a Él —como cuando uno está a solas conversando con un amigo— y otros momentos en los que haciendo otras cosas lo mantenemos presente. En este sentido, el Papa Benedicto XVI decía hace poco que «la vida de oración consiste en estar de manera habitual en presencia de Dios y ser conscientes de ello, vivir en relación con Dios como se viven las relaciones habituales de nuestra vida».

De esta forma le damos al Señor todo lo que somos y tenemos. No le damos las sobras de nuestro día o semana. El Señor Jesús alaba a la viuda pobre porque dio todo lo que poseía y no lo que le sobraba. Él nos pide todo, porque nos quiere dar todo. Es más, Jesús ya lo dio todo por nosotros y en cierto sentido podemos decir que lo recibiremos en la medida en que estemos dispuestos a dar.

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